Nabokov, en el cuento Sonidos: "Yo mismo, tú, los claveles, en ese momento todo ello se convirtió en unas cuerdas verticales sobre un pentagrama musical. Me di cuenta de que todo en el mundo era un juego recíproco de partículas idénticas que albergaban diferentes tipos de consonancia". Hay aquí, al inicio del relato, una descripción de la plenitud como armonía de equivalencias, pacto de correspondencias en un equilibrio inesperado, musical y fugaz. Una ceremonia de proporciones ensambladas que abarca lo ambiental, lo físico y lo psíquico, una relación perfecta, contextual y misteriosa (no hay felicidad sin misterio), cifrada como un acorde en la página intraducible y blanca del momento, un acorde vertical como una celebración total del instante, un apogeo.

Yourcenar, en el cuento La primera noche: "Se dijo para sí (…) que la mayor parte de los momentos de nuestra vida serían deliciosos si el futuro o el pasado no proyectaran su sombra sobre ellos, y que generalmente no somos desdichados más que por recuerdo o por anticipación". Hay aquí un personaje que, asaeteado por la memoria, la sospecha y la premonición, zarandeado por las inquietudes que se proyectan sobre su futuro, intenta entregarse a "la voluptuosidad del minuto presente"; o sea, busca su acorde vertical, también en la contemplación de un espacio y una mujer, también en un silencio meditativo, entre una fragilidad ambigua y una lucidez conflictiva. Quizá la construcción premeditada de ese acorde sea un proyecto irrealizable. Quizá pensarlo, calcularlo o simplemente desearlo lo inhabilite.

El acorde, el instante, la convergencia mágica o fortuita en la dimensión más limpia del álgebra del ahora, como una higiene para el espíritu que demanda una breve disolución de tiempos y espacios, como una desintegración pictórica de lo cercano, un desamueblaje o desnudez porque hacia la música se va descalzo o no se va. No sabemos cuándo, cómo y por qué volverá el acorde, el instante, para reconciliarnos con lo básico, para decirnos la palabra y la temperatura, para acondicionar en la latitud más incruenta del día una sutura, un clamor o una línea de fuga. Pero mejor no pensarlo ni calcularlo, simplemente esperarlo como en enero se espera la mariposa o en el verano el verso de la fiebre del último poeta del invierno.

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