Un extraño trazo como de percusión viva o inquietud serena unifica el perfil de los maestros que nos marcaron. Veo, en la cercanía confusa del restaurante, el de don Vicente Repullo, maestro de las ciencias, de las risas, maestro-artista de la pizarra, con esa temperatura jerárquica y dulce del profesor inminente, con esa cosa magnética y benévola que tiene el que te enseñó lo que te iba a servir, don Vicente en la improvisada pasarela del lunes, y lo abordo con pudor o con zozobra para decirle quién soy o quién fui, mientras un indeciso ritmo de edades alicata con armonía cómplice la tarde y la memoria, décadas en el gozo de la destilación, don Vicente inimitable en su matinal de enseñanza, en su impecable hora de la tiza como una estética efímera, en su dignidad alta de enseñante, que es lo más útil que se puede ser.

Los profesores, don Vicente, don Juan Ruano, don Juan Manuel Palma, don Antonio López Quero, los que te enseñaban la ciencia, el arte, las letras, los que por primera vez te hablaron de Mendel, de Durero o de Góngora, los que en su puntualidad de primera hora creaban entre la corbata y la diapositiva una liturgia para el aprendizaje, un clima próspero para la transmisión de los saberes, y en la decantación de la mañana ibas asumiendo códigos, indicios, estímulos, los profesores exigentes que te amargaban las tardes y el domingo, la cadencia profesoral de rectitud y exigencia para avisarte de que eso era lo que te tocaba en ese momento. Y lo aceptabas con buen ánimo, salvo cuando llegaba la educación física, que era una hora de frío, sudor y ridículo en la que un señor te calificaba por saltar mejor o peor el plinto. Con frío, con sudor, con dolor y con mala nota subías luego al examen de trigonometría.

Quiero acordarme de Juan Ruano, maestro machadiano de paraguas y aceras, Juan que me enseñó a leer a Miguel Hernández, tan literario que vivía en la avenida de Cervantes, Juan nos llamaba a su mesa para comentar los trabajos y ponía la nota casi con cautela, como en un clandestinaje de profesor y alumno, la letra demorada y grande sobre el acuciado folio, te daba las claves con la precisión en voz baja, suave y quirúrgica, de quien sabe lo que te conviene saber, como en un pacto de intimidades ajeno al murmullo de la clase, maestro intraducible, vigía de las frases que vendrán.

Los profesores, los maestros, los que te dieron la palabra, la norma, el signo, los que te indicaron el acorde, antes de que empezara el desaprendizaje encarnizado en que tarde o temprano, siempre demasiado temprano, se convierte la vida, que acaba siendo como aquel plinto incivil de los martes en el viejo polideportivo que nunca supiste saltar.

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