Sin nombre

Una enfermedad sin nombre conlleva un catálogo de desdichas cuando no hay diagnóstico que dé razón

A LA inteligencia imploraba Juan Ramón Jiménez para que le diera el nombre exacto de las cosas, como si bien mentadas resultaran más fáciles de entender o fuese más cabal el significado de lo que quieren decir. Una enfermedad sin nombre, además de la invocación poética del Nobel de Moguer, conlleva un catálogo de desdichas cuando lo que se precisa y no se obtiene es un diagnóstico. Menos necesario de una denotación exacta, cuando existe, pero de sobra apremiante cuando, por faltar, todas las tentativas domésticas, todos los cuidados y alivios tienen la forma del ensayo y el ay del error.

Puestos en el buen uso de la retórica, con las enfermedades raras es necesario asimismo esquivar la sinécdoque porque tomar el todo por la parte convierte en raras a personas que en modo alguno lo son, sino que afirman sus días en una paciente resistencia ante la rareza de unas enfermedades (la parte y no el todo) que cursan con las punzantes secuelas del dolor y la mayúscula tribulación de la desesperanza. Más todavía porque el padecimiento de las enfermedades raras se ceba con quienes las padecen por la desconcertante pedrea del infortunio y hace además de las suyas con cuantos empujan con ánimos y disposiciones bregados en la persistencia. Sin que la derrota, ese nombre abierto de las cosas, figure en el vocabulario de la contienda contra la adversidad, en el sintagma que describa su desenlace, o se dibuje como una toalla caída.

Cada día, en fin, es una rigurosa prueba, un doméstico suplicio que hiere doblemente: con las manifestaciones y efectos de la enfermedad, en primer término, pero casi en mayor medida con la incertidumbre que descorazona cuando no hay diagnóstico que ilusione ni tratamiento que redima. Y si las formas de la sinécdoque aconsejaban alejarla de la rareza, llevada de la enfermedad al enfermo, también opera en las previsiones y expectativas porque el mal de muchos no es consuelo de tontos, ni alivio circunstancial o de ocasión, sino la razón de que se afronte ante su alcance mayor. Pero las enfermedades raras, en su recluta caprichosa, parecen elegir a pacientes para convertirlos en casos aislados, perdidos, anónimos por su exigua leva. De tal guisa que si el poeta encontraba esquiva la inteligencia para dar fe cierta de las cosas, las enfermedades raras, poéticas si acaso en su cruce de sentimientos, necesitan la atención y el diagnóstico porque no hay siquiera placebo que las engañe y frene el desconsuelo.

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