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Andalucía

El hombre que nunca miraba a los ojos

  • Pujol fue irregular en su relación con Andalucía, pasando del desprecio de sus años mozos al mimo sistemático a los emigrantes.

Queralbs (Gerona) es una recoleta aldea pirenaica con suelos de piedra tallada, casas bajas y un innegable aroma medieval. Es, también, el refugio espiritual de Jordi Pujol, el pater patriae, un átomo de la Cataluña profunda donde el anciano cura local inserta largas dosis de silencio, economía gestual y genuino respeto cuando habla de su Atatürk. Ese átomo montañés destapa la naturaleza pujoliana y quizás también la de la masa a la que representó durante 23 años: "Somos gente de fidelidades profundas. A nuestra lengua, obviamente, y a la tierra, sentimiento tan arraigado que nos lleva al defecto de que nos aterra salir de Cataluña", confesaba el ex president al periodista José María Javierre en Sevilla allá por 1977.

Tal vez esa mezcla de morriña y ensimismamiento explique los recuerdos que José Rodríguez de la Borbolla, ex presidente de la Junta entre 1984 y 1990, guarda de su primer encuentro con Pujol en aquellos mismos días predemocráticos. "Nunca miraba a la cara, siempre llevaba una mano metida en el bolsillo, y gesticulaba, gesticulaba mucho", arranca. Javierre, Manuel del Valle y el propio Borbolla compartieron mesa y mantel con el ex molt honorable en el desaparecido Hotel Lux de Sevilla. "Mi impresión es que se trataba de un tipo listo que tenía demasiadas ganas de agradar. Supe desde el principio que no me fiaría de él (a Tarradellas le ocurría exactamente lo mismo). A veces se quejaba de Madrid, pero nunca criticó el café para todos ni el régimen autonómico. En cualquier caso, su visión de Andalucía era demasiado epidérmica, basada sólo en lugares comunes", afirma.

Joan Maragall (el abuelo de Pasqual) hablaba de Castilla La Muerta. Pujol, en referencia a Andalucía y en sus escritos de juventud (1958, 28 años), fue mucho más allá: "El hombre andaluz no es un hombre coherente, es un hombre anárquico, es un hombre destruido, es generalmente un hombre poco hecho que vive en un estado de ignorancia y miseria cultural, mental y espiritual (...). Si la fuerza del número llegase a dominar, destruiría Cataluña". Mucho tiempo después, en 2012 y ante el destape de Ciutadans vía vídeo, acabaría pidiendo perdón: "Todos tenemos una frase desgraciada que nos persigue durante toda la vida".

La madurez y el ejercicio del poder cambiarían la percepción despectiva de Pujol hacia la cosa andaluza. A finales de los ochenta, Borbolla, ya presidente autonómico, visitó la feria de Abril de Barberá del Vallés (Barcelona) junto a Macià Alavedra y Lluís Prenafeta, ambos miembros de CDC, el partido del pater y también de Artur Mas. Aquella masa frondosa crearía huella en el nacionalismo. "No podemos dejar pasar esto", dijeron. Y no lo hicieron: Pujol subvencionaría desde entonces por sistema a la oscura Federación de Entidades Culturales Andaluzas en Cataluña (Fecac) y a su plenipotenciario y no menos oscuro ex líder, Francisco García Prieto.

Lamentaba Unamuno el desconocimiento mutuo que España y Cataluña habitualmente se han profesado. En plena Transición, Jordi Pujol esbozaba su hoja de intenciones. "A las demás regiones, podríamos ofrecer un modelo válido de autonomía. Sin agresividad, sin conflictos. Mostrando la eficacia de contar con una clase media: la célebre burguesía catalana, que constituye nuestro verdadero tesoro". En realidad, nunca transformó en hecho la palabra. No hubo, en sus múltiples encuentros con dirigentes andaluces, ambiciosas proyecciones o audaces alianzas estratégicas. La única intentona al respecto -el eje catalanoandaluz- la formularon sin mayores consecuencias Manuel Chaves y Pasqual Maragall. Nadie recuerda ya aquello.

Pujol pensaba en manejar el foco para agrandar su figura. La empatía le quedaba lejos. En 1985 se creó la Asamblea de las Regiones Europeas: 47 de ellas, incluidas Andalucía y Cataluña, formaban el cogollo seminal. El president era el protegido del galo George Pierret, a su vez valido de Edgar Faure, que acabaría presidiendo el Consejo de Regiones de Europa. Quería un papel preponderante que nunca obtendría. Para él, Andalucía era simplemente sus votos. Tampoco los cazaría.

En otro sanedrín continental, Pujol sorprendió a sus colegas por sus suntuosas maneras. Cuando todos acudían al punto de encuentro en autobús, él llevaba su flota de coches blindados: uno para los asesores y compañeros, otro para los periodistas y el tercero para su eminencia. Cuando tocaba cumbre en Bruselas, mientras andaluces o vascos se alojaban en un más que solvente cuatro estrellas, don Jordi elegía un peldaño más.

Dos años después de la muerte de Franco, el jefe de la tribu catalana fantaseaba con la idea de ser ministro de Desarrollo Regional y advertía, en una frase extrapolable al presente, que "Cataluña corre el peligro de embriagarse con el restablecimiento de la Generalitat, pensando que soluciona de golpe todos sus conflictos". Algunos, desde luego, resolvió, especialmente en lo referente a su temor a la demografía andaluza. En contra de sus vaticinios iniciales, la Andalucía catalana no se convertiría en una Quinta Columna. Hoy, los descendientes de aquellos primeros emigrados de los años cincuenta sienten tan en clave identitaria como cualquier veterano votante de Esquerra. Sin denostar su origen, abrazan una tierra que ya ni siquiera es de acogida sino de nacimiento. El PSOE-A, por ejemplo, todavía no lo ha entendido.

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