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Mis personajes · Antonio Rodríguez, ex hermano mayor del Silencio

De camelias y oro

  • El niño se empapó de aquellos señores mayores que daban vida a la cofradía, de las tardes de novena y del olor a flores escogidas para el Loreto. Conoció San Antonio Abad con reclinatorios, aún sin bancos.

San Isidoro, el Silencio, el comercio centenario y familiar de la calle Francos, las camelias de las jarritas delanteras del paso del Loreto, los fervorines del teniente coronel de Aviación desde un púlpito, el párroco obligando a los nazarenos a salir y a entrar con la cera apagada para no manchar el suelo del templo, las tardes de juegos de tambor y de carreras por los sótanos de las tiendas... Antonio Rodríguez Cordero (Sevilla, 1951) nació en la calle Viriato y fue un niño feliz en la Costanilla cuyo padre también le proporcionó un vínculo sólido con San Antonio Abad. Su infancia son recuerdos de Casa Rodríguez, la tienda fundada por su abuelo Eduardo en 1913 y que ya alcanza la tercera generación, el comercio que tanto ha dado y sigue dando a las cofradías, donde el niño Antonio se crió entre borlas, cíngulos, mantos, bocetos, tocas, escudos... Y jugando al escondite en los sótanos de Los Caminos, entre alfombras, telas y tapices.

Nunca fue paje del Silencio, pero sí un monaguillo feliz en San Isidoro con un canasto de plata, testigo de la preocupación de los cofrades de entonces por el dorado del paso de palio -siempre cuidado en los talleres de Córdoba- y por encontrar siempre las flores precisas: las camelias y los ramitos de azahar de los naranjos de Tablada. En la hermandad se empapó de las conversaciones de aquellos cofrades mayores y sabios, algunos de los cuales llegó a formar parte de la junta rectora: el oftalmólogo Vicente Cacaces, el abogado Juan Espinosa de los Monteros y su propio padre, Eduardo Rodríguez. Y en la hermandad conoció también a un párroco que no repartía la comunión a las señoras si no llevaban el velo.

La tienda era también el lugar donde los nazarenos de capa de las cofradías de barrio aprovechaban para avituallar. Una suerte de apeadero perfecto. Y la calle Francos, esa inmensa alfombra de cera tras Semana Santa que los niños trataban de despegar del suelo para agregarla a las bolas a falta de cofradías hasta el año siguiente.

El monaguillo de los años 50 pasó a ser nazareno de las Tres Caídas cuando el mayordomo -uno de esos mayordomos que entonces sumaba muchos años en el cargo- comprobó con la vara de medir de la tienda que el niño ya tenía la altura suficiente. Aquellas cofradías eran muy distintas. Los mayordomos se perpetuaban y acudían a pedir dinero al hermano mayor para financiar la cofradía. San Isidoro contaba entonces con la inestimable colaboración del agricultor Pablo Ramos Carretero, padrino del padre de Antonio Rodríguez.

Las tardes de novena al Señor Caído las sobrellevaba jugando a la pelota con el sacristán, a la espera de la finalización del culto, cuando en ocasiones había refrigerio en el bar Los Leones, actual Horno de San Buenaventura de la Plaza de la Alfalfa, donde un día salió ardiendo la corbata del catedrático Antonio de la Banda y Vargas, veterano hermano de San Isidoro.

Desde muy niño conoció el Silencio por las visitas a San Antonio Abad los Jueves Santos por la mañana, en pantalón corto y de la mano de su padre. Cumplido el rito, acudían a los templos del resto de la jornada: "Como dice Antonio Burgos, tomábamos un taxi para ir a todas las iglesias. El mismo taxi nos esperaba siempre en la puerta". Muchos hermanos de San Isidoro lo eran también del Silencio, una sinergia entre ruanes exquisitos. "El año que el Silencio integró a los penitentes en el cortejo, quitándolos de detrás de los pasos, San Isidoro hizo lo mismo de inmediato". En San Antonio Abad vivió los cabildos presididos por el marqués de Villamarta en la iglesia, con los hermanos sentados en las sillas que disponían de reclinatorio, muchos años antes de que llegaran los bancos de madera. Los primeros recuerdos de la cofradía primitiva son de la calle Sierpes, junto a su madre: "Mi padre salía de nazareno y hacía una levísima inclinación de cabeza para que yo lo reconociera, un gesto breve y casi imperceptible".

Antonio Rodríguez vuelve a ser un niño cada vez que recorre la calle Francos y sigue tocando el tambor de la memoria para desesperación del vecindario, y cuando ve a sus nietos vestidos de monaguillos, hoy como ayer, otro Viernes Santo. Retorna a su infancia cuando huele las camelias de la delantera del paso del Loreto, que emite rayos del mejor oro de la Semana Santa. Sabe que siempre aguarda un taxi al ralentí para llevarle con su padre de Triana a la Macarena, y de la Macarena a los Gitanos. 

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