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Martes Santo

La geografía del calor

  • Las altas temperaturas provocaron ciertos vacíos a la salida de las hermandades más tempranas y dejaron desierta la Campana a primera hora. La sombra se cotiza a lo alto en una Semana Santa de cirios doblados.

Fran Silva llega con su cámara al hombro a la parada del Metro en la Puerta de Jerez. Es Martes Santo y en el reloj acaban de dar las 11:15. "Ya vamos tarde". Comentario que sirve de saludo cuando las ojeras delatan que el sueño ha sido corto y el cansancio se hace pesado como cruz de penitente en el el regreso al templo. "Los años no perdonan", asevera el fotógrafo antes de que el transporte subterráneo alcance la parada de la barriada de la Plata, donde el Metro queda casi vacío. Muchos se conocen a la perfección el camino que hay que seguir ahora. Otros tienen que preguntarlo, aunque apenas hace falta respuesta. Sólo con mirar la dirección de los que andan por la calle se sabe la senda a tomar. 

Hay días marcados en el calendario de los barrios con el rojo de la sangre que se dispara una vez al año. En el Cerro este reguero discurre desde bien temprano, entre el último café y la primera cerveza. Las casas están acicaladas a primera hora. Fachadas alicatadas de azulejos en las que el equilibrio cromático y la continuidad estética recobran un sentido tan peculiar como inexistente. Vecinas ataviadas con la indumentaria propia de un Martes Santo. La que está pensada para andar muchas horas y hacerlo, además, bajo un sol de justicia que no permite ninguna concesión a la coquetería gratuita: camisa "fresquita", pantalón ajustado con decoración estampada y botines deportivos que hagan llevaderas las largas horas de recorrido. 

La calle Afán de Ribera se convierte en la quinta avenida de este Manhattan al que no le hacen falta rascacielos para acariciar el paraíso cuando el himno que compusiera Blas Infante anuncia que la Virgen está en la calle. Globos, pétalos, palomas y más de una lágrima componen la escenografía perfecta para una cofradía de barrio que alza cada año el estandarte de la autenticidad en una fiesta con poses y estilos cada vez más impostados. En la que lo popular se ha confundido con la más burda vulgaridad. Con poco más de un cuarto de siglo el Cerro es un grito de elegante naturalidad muy de moda en estos tiempos: "Sí se puede". 

El Cerro por Alemanes

Y se puede. Claro que se puede. El sevillano se puede reencontrar con la más bella Semana Santa. La que traspasa el tópico para cobijarse en el burladero de la memoria cuando la cofradía de las Penas de San Vicente anda sus últimos pasos antes de llegar a la parroquia. En esas primeras horas del martes, cuando el azahar desvencijado por el calor, la música y los andares de un palio -sobra el dueto saetero- obligan a hacerse la barroca pregunta existencialista: ¿La vida es sueño?. Como sueño parece ver alejarse en la densa oscuridad de Alfonso XII -sólo rota por la fría luz eléctrica de los bazares chinos de perenne apertura- el bamboleo incesante del palio de la Virgen de las Aguas a los sones de Madrugá Macarena

La belleza de la trasera de un palio sólo está hecha para paladares que se alimentan de esa nostalgia que surge cuando los candelabros de cola se despiden con su lenguaje de plata. No es apta para esa bulla que se mete delante de los pasos, convirtiendo en calvario el trabajo de los acólitos y cuyos componentes, en buena medida, hacen exaltación continua de sus muñecas distraídas para que no pase desapercibido el plumaje nada discreto que los acompaña. Son incapaces de apreciar un paso en la distancia, con perspectiva, que es como ha de verse siempre esta fiesta, en su entorno cambiante. 

San Benito por Luis Montoto

Contexto marcado este año excesivamente por el calor, cuyos efectos, además de provocar lipotimias en numerosos nazarenos y hasta en acólitos en plena Campana, conforman una geografía muy peculiar. Numerosos huecos en la salida de las hermandades más tempraneras, las que se ponen en la calle en las horas centrales, con el sol empitonado, cuando clava las banderillas de sus rayos sobre el antifaz de terciopelo de los nazarenos de San Benito, cuyos rostros los embadurna el sudor en esos instantes en los que el público presente busca cualquier resquicio de frescor. Ya sea bajo la rácana sombra de un naranjo, de un portal, de una farola o del bar La Chicotá, oasis de los gaznates que alivian su penitencia entre gin-tonics en vasos de plástico (sin rodaja de limón y otras especies de la novelería hostelera) y botellines, a ser posibles cubiertos con piel de hielo. Precios económicos. Sin la picaresca de ciertos establecimientos donde se venden por cinco euros botellas que no llegan a tres tragos de agua. Precios inflados al compás del mercurio. 

Avanza el barco de San Benito con calor de junio por Luis Montoto. La hiriente luz de la tarde se espejea en el pecho descubierto del Señor de la Presentación. Este misterio se gusta con la canícula. Estampa de una Semana Santa que se creía olvidada y resucita en el colorido reflejo de un puñado de globos. El Sol de laCalzá hace sombra al mismo sol.

Salida de Santa Cruz

Sol que cambia de veladura al proyectarse sobre un océano de lirios. Pasa el Cristo de la Buena Muerte y la tarde se detiene en el sutil brillo de la caoba. ¿Alguien se ha fijado alguna vez en el paso del dulce Crucificado? Imposible. Indiferencia absoluta en este paréntesis de silencio. 

La luz que antes castigaba se hace dulce. El termómetro se vuelve benevolente. En la Plaza de San Lorenzo se dan los últimos besos que estrenaron el tiempo único de la ciudad. El tiempo que conduce al estruendo rosa de la noche. La Virgen del delicado nombre cambia la geografía del calor. Donde antes había vacíos, ahora hay llenos. Plenitud de belleza. Sí se puede.

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