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Crónica del Domingo de Ramos

La ciudad que oye llover

  • Los sevillanos se levantaron hablando de la tormenta de la madrugada y acabaron con ropa de abrigo viendo todas las cofradías de la jornada. La Borriquita usó el 'comodín' de salir por la noche.

LA de gente que está despierta en Sevilla a las seis de la madrugada de un Domingo de Ramos. ¿Usted no oyó la tromba de agua que caía a las seis? ¿Y la de las siete? ¡Cómo llovía a las ocho de la mañana! Toda la Sevilla cofradiera estaba despierta a esas horas. Todo el mundo contaba su despertar en la lluvia: los del centro, los de los barrios, los de las barriadas, los de los adosados, los de los pareados, los de las parcelitas… Toda Sevilla oyó la lluvia al alba, ¡qué barbaridad!, y las agencias de evaluación de riesgo daban el Domingo de Ramos por perdido. No había nada que hacer. Todos los madrugadores sumidos en el desencanto. Los que estábamos dormidos, como apóstoles de la Plaza de Carros, no sentimos nada. Vaya. Fuimos (somos) bichos raros. Una vez más nos quedamos aislados de la novelería hispalense. Qué bien oye llover Sevilla, sobre todo los Domingos de Ramos. Cuando salen los presupuestos del Estado y de la Junta para la ciudad, menguados, cicateros y roñosos para con la capital desde los tiempos de la Expo, Sevilla y sus sevillanos también hacen como los que oyen llover. Todos los años. Sin faltar ni uno. A esta ciudad le salen perfectas las fiestas mayores y oír llover. La ciudad que siempre se queda callada y sentada (en una sillita plegable) es la que mejor cuenta cómo cae la lluvia. La lluvia tan tempranera limpia las calles. No sean malpensados. Deja la atmósfera nítida. Y provoca que sólo hagan la visita matutina de los templos los que de verdad tenían interés en hacerla, más allá de la pasarela de tacones imposibles y del mero hecho de pasar el rato. Los carráncanos de la Catedral no fallan a la cita de palmas y olivos en la Catedral llueve o ventee. La liturgia no entiende de partes meteorológicos. La procesión se tuvo que hacer por el interior de la Catedral, como las grandes ceremonias vaticanas cuando hay riesgo de precipitaciones. Herodes está en su trono, con todas sus joyas al pecho. "Ese hombre es rico", dice un niño. Los dos personajes que le hablan, de sonrisas cínicas, recuerdan a esos oportunistas que siempre están cerca del que manda, impidiendo que oiga otras versiones, procurando que quien ostenta el mando sólo vea por sus ojos. Pasaba en tiempos de Herodes y pasa ahora en todos los órdenes. Desde la curia romana hasta la Junta de Andalucía. En el altar de insignias de la Amargura está sentadito el Niño Jesús vestido de nazareno albo con el antifaz levantado dejando ver la Cruz de Malta. No hay cola para entrar en San Juan de la Palma, que atesora el mejor monumento de la Semana Santa. Dicen que hay que hacer un Museo de la Semana Santa de Sevilla. Sevilla ya lo tiene cada Domingo de Ramos por la mañana en este templo, donde hasta las listas de los nazarenos tienen todos sus detalles y advertencias según el lugar asignado al nazareno. Cola brazo izquierdo, cirio brazo derecho. Cola brazo derecho, cirio brazo izquierdo. La Virgen del Subterráneo es una delicia digna de ser contemplada en la serenidad del templo. Luce la Dolorosa la cruz pectoral y el anillo del cardenal Segura, un puñal compuesto por diversas joyas, un rosario de oro, diversas medallas como la de la Banda de Tejera, la Asociación de la Virgen de los Reyes, la ciudad de Ávila y la Eucarística; un alfiler de perlas y brillantes y otro alfiler de amatistas también con brillantes. Todo colocado con una armonía y un buen gusto que lejos de parecer una demostración de suntuosidad es una exquisitez apta para paladares escogidos. ¿Y qué me dicen de los claveles rosas? No sólo preciosos, sino perfectamente colocados, con generosidad de ramitas verdes, tal como destacaba Manuel Palomino, maestro de priostes. La lluvia desaparece definitivamente mucho antes del mediodía. Pero hay restaurantes que pierden reservas de mesas. La Borriquita usa el comodín de salir por la noche, como tantos sevillanos aún recuerdan. La Paz se echa a la calle. De Triana viene el misterio de las Penas con escasas flores y dejando ver quizás demasiado corcho. La Estrella presenta la cara despejada, perfecta, sin asomar el pelo como otros años. Todo un acierto. Así se ve en toda su belleza a una de las grandes Dolorosas de la Semana Santa, por no decir la más valiosa. Seis nazarenos de la Amargura cruzan el río de terciopelo morado de San Roque por una Encarnación que es el contraste más absoluto con el público de pago de la carrera oficial. En el Real Círculo de Labradores suena la campana para que los socios-propietarios se asomen a ver el paso de turno, en este caso el blanco de la Virgen de la Paz. Antonio Santiago coge del brazo a un abonado de la primera fila y lo invita a dar una chicotá a su vera. En la Encarnación no hay campana que avise, sino una alfombra de pipas que informan de la proximidad de una cofradía. Una delicia para los oídos los sones de Esencia tras el Nazareno de las Penas. Y qué pena las pulseras y relojes a la vista de los manigueteros. Los nazarenos de la Amargura traen el frío. El frío siega las calles de público. El frío limpia. Nadie ha tenido la cautela de coger un abrigo a primera hora de la tarde. ¿Cargar con un abrigo al brazo en Semana Santa? "Aquella chica no puede andar con esos tacones, esperemos que lleve unas manoletinas en el bolso". Y aunque las lleve, ¿dónde mete después esos tacones que tienen el tamaño de trabucos? Las escenas se suceden en el encanto de la Semana Santa urbana. La campana del Labradores sigue avisando de los pasos, pero sólo de los pasos. Hay una Semana Santa que no se ve en la carrera oficial, mucho menos en los clubes donde la ginebra colisiona con los hielos gordos en los vasos de sidra poniendo las lenguas gordas según pasa la tarde. Las escalinatas de la Encarnación son la tribuna de los pobres, el mayor comedero de pipas de la Semana Santa. Las pipas igualan al público de pago y al público de a pie (o sentado en las setas). Que el Ayuntamiento de Sevilla tenga que repartir 80.000 papeleras especiales para los comedores de pipas (las llamadas 'pipeleras') dice mucho de los ciudadanos de una ciudad. El paso de palio de la Virgen de Gracia y Esperanza va perfectamente cuadrado. Eolo sopla y pone en jaque las gargantas. El viento viene de Puente y Pellón, cruza la Encarnación y se marcha por Bécquer a buscar, quizás, a la Amargura. El viento es sabio. Las notas de la Cruz Roja son excelsas en la despedida de la Virgen de San Roque, la Virgen que le gusta a todo el mundo. El público rumia y rumia. Pocos son los que se quedan mirando cómo se marcha el paso de palio. Ver alejarse un paso de palio es de los lujos más baratos que ofrece esta ciudad. Alguien critica a un costalero por ir con los ojos casi tapados, postureo se llama. Dos nazarenos del Amor se aproximan al Salvador con ese andar reposado y levemente acelerado al mismo tiempo que es marca de la casa de los nazarenos de ruan. La campana del Labradores sigue con sus tañidos. Una chica entra en el club mientras le comenta a una amiga: "En este sitio quiso mi padre hacer mi puesta de largo, pero yo pasé, tía". Los costaleros de un relevo toman la calle Pedro Caravaca. El personal se prepara para la llegada de la marea azul de Triana. Los cirios se encienden. Los niños cogen cera. Aparecen las primeras bufandas. Los auxiliares de la carrera oficial piden a los costaleros que no taponen los accesos de abonados y vecinos. La cosa funciona. Los abonados de la Plaza Virgen de los Reyes deberían tener derecho a bufanda gratis con cargo al Consejo de Cofradías. Y los del callejón de Rivero, a un catalejo. Los palcos son la parte superior de un frigorífico. Y Sierpes, donde se está más resguardado. Hay sitios donde ver cofradías es un verdadero sacrificio en algunos momentos. Pero lo peor, con diferencia, es que alguien te saque conversación sobre un tema verdaderamente estúpido cuando un paso de misterio está ya encima y lo que tocaría contemplar en silencio es ese micromundo que se forma entre la presidencia, los acólitos, el capataz, el fiscal, la mirada sincera de los devotos y hasta el tonto del balcón que asoma el vaso de forma insensata. Igual que el río no pasa dos veces, el micromundo que se forma delante de un paso en una arriá nunca ocurre dos veces. La ciudad que oye llover no sabe callarse, sublime contradicción, pues el sonido de la lluvia exige silencio. Todas las cofradías salieron, todas las pipas se consumieron. Todos oyeron llover. Cada cual cuenta la Semana Santa según le va. O se la inventa. O la roba (ladronzuelos de oído) de quien verdaderamente la ha vivido. Hay que seguir, hay que seguir, como dice siempre Alejandro Ollero a sus costaleros de la Amargura. Hay que seguir con esta Semana Santa de campana y pipas, de vientos y porcentajes, de trajes exquisitos y tacones de infarto, de vino y agua, de sillas de pago y escalones de válvula, de platos exquisitos y hamburguesas Uranga. Hay que seguir. Porque siempre que viene un paso, una campana debe sonar en el interior de cada uno para advertirle que se aproxima un micromundo irrepetible que atesora en muchos casos siglos de devoción y horas de trabajo. Entre la lluvia de madrugada y el viento de la noche, ocurrieron esas horas de fuertes contrastes que en Sevilla se llama Domingo de Ramos.

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