Del altozano

La cofradía que te marca la vida

  • El día ha cogido la secuencia de una foto de los 70 salida del archivo de Martín Cartaya

LA Semana Santa de Sevilla tiene en cada jornada una singularidad que la hace única y que la marca. El Domingo de Ramos lo identificamos en nuestro subconsciente colectivo con el sol y los estrenos. La explosión de la primavera.

Y caminando por el centro y los barrios nos pondremos frente a la majestuosidad del Jueves Santo, día catedralicio en el esplendor de sus cosas que da pie a una Madrugada única y universal donde en una cadencia de perfecta sincronía se nos presenta la austeridad y la eclosión de la alegría. El ruán y el terciopelo. El sonido del silencio y la trompetería que distingue a un lado y otro del río devociones cargadas de Esperanza.

Y cuando los cuerpos parecen vencidos por el cansancio de la noche más larga, Sevilla se viste de Viernes Santo. Esta jornada es para mí la más serena, aquella que más me acerca a una Pasión en Tierra Santa.

Desde pequeño me enseñaron a vivir el Viernes Santo admirando la sabiduría de los viejos hermanos que en la mañana de apertura del templo en la calle Castilla ocupan la privilegiada tribuna de su banco de madera, situado delante de la hornacina donde todo el año reposa la Cruz de carey del Nazareno de Triana.

Viernes Santo de cielos encapotados, de aire que revolotea las capas de los nazarenos del Cachorro. Día grande en Triana con la cofradía más larga que es la que forman sin solución de continuidad el Cachorro y la O. Viernes Santo de caras curtidas en viejos patios de vecinos que vuelven al barrio desde El Cerro o el Polígono de San Pablo. ¿Cuánta Triana hay en esas calles de estos dos barrios que han visto nacer a las cofradías más jóvenes de nuestra Semana Santa?

El Viernes Santo es una jornada sosegada. De cofradías asentadas con el paso de los años. No es un día bullicioso en nada. Sólo la O y Montserrat ponen una pincelada de melancólico colorido con sus túnicas. El resto solo blanco y negro, salvo ese azul Carretería que abre el día con estampa decimonónica de nazarenos con guantes de piel negra de cabretilla.

En las cofradías del Viernes Santo todo parece medido. Crecen pero no se desproporcionan en sus dimensiones. El día ha cogido la secuencia de una foto de los setenta que parece sacada del archivo gráfico de Jesús Martín Cartaya. Fotos en blanco y negro en un sobre amarronzado que se guarda entre botellas del Bar el Portón esperando a su destinatario.

La quietud del Viernes no admite sobresaltos alguno. Solo la caída del Señor de la Salud de la Carretería hace 25 años perturbó el sosiego de una jornada con sabor a calle de la Amargura de Jerusalén. Esa misma calle que cautivó a mi compañero y amigo Fernando Carrasco cada vez que la visitó. Hoy son las calles de la ciudad que amaba las que sientan la Amargura de su dolorosa ausencia.

Era Viernes Santo cuando un periodista de esta casa se me acercó como fiscal de cruz de guía de la O al salir del Puente de Triana para pisar suelo de Sevilla y anunciarme musitando -así se habla a los nazarenos- la noticia de la muerte del padre Leonardo del Castillo. El ideólogo de los costaleros para un Cristo vivo se iba con sus Santos a ver el Viernes desde el cielo mientras su cofradía de la O, a la que tanto bien hizo, abandonaba el barrio para ir a la Catedral. Fue un 25 de marzo de hace once años. Era Viernes Santo, como este año también lo marca el calendario.

El Viernes que amanece en Sevilla con el Señor entrando en su templo con la luz del día y se apaga en el Patrocinio con un Cristo que con mirada agonizante nos enseña cómo se mueren los hombres.

Desde el anonimato del antifaz ves pasar la vida y presientes que la Semana Santa se está acabando un año más.

No hay un Viernes Santo que no recuerde en la luz de la tarde que baña las paredes de la Peña Trianera a mi abuelo Pepe. Aquel que entregó su vida a la Hermandad de la O. Y que para marcharse de este mundo no pudo elegir mejor día que el domingo de la función principal. Estampas que vienen a mi mente cada Viernes Santo.

Hace algo más de una década un compañero periodista me preguntó también por mi Viernes Santo. A él le confesé que mi gran pena era no haber sido costalero de mi Nazareno. Hoy todo lo que me enseñaron mis mayores lo veo hecho realidad. En ese banco delante de la hornacina de la cruz de carey se sienta en la mañana del Viernes Santo mi padre, el abuelo. Y bajo las trabajaderas, a las órdenes de los Ariza, va mi hijo. Ese es para mí el Viernes Santo: el respeto y la admiración de quien me enseñó y el orgullo de que mi hijo haya hecho realidad mi viejo sueño.

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