Religión Medalla Pro Ecclesia et Pontifice para dos ermitañas de Coria del Río

Medio siglo al pie de la Vera-Cruz

  • La Iglesia reconoce la labor de Carmen y Josefa Muñoz, que llevan casi 50 años al cuidado de la ermita coriana de San Juan

Con una caja de cerillos en las manos, Josefa Muñoz da los buenos días a su Cristo. El reloj aún no marca las once cuando una de las ermitañas de la capilla de San Juan abre las puertas a los hermanos de la Vera-Cruz. Ilumina al Santísimo mientras de la habitación contigua al altar se desprende un aroma a tomate y orégano. Es la comida que ha preparado su hermana Carmen, que con 92 años, y a pesar de su ceguera, aún guarda sus dotes culinarias.

En esta ermita no huele a incienso, sino al guiso de las abuelas. Josefa sólo sabe repetir, como un estribillo bien aprendido, "estamos muy nerviosas". No es para menos, el próximo día 14 el cardenal de Sevilla les impondrá la medalla Pro Ecclesia et Pontifice, el máximo reconocimiento que el Papa otorga a los seglares. Una distinción promovida por varios cofrades cruceros de Coria del Río con la que se quiere rendir homenaje a una familia por los 50 años al servicio de la hermandad, medio siglo al cuidado del Cristo de la Vera-Cruz y la Virgen de la Concepción.

El aroma a sopa de tomate inunda la casa en la que viven Carmen y Josefa. Sólo un muro les separa de la capilla mudéjar y 33 escalones del resto del pueblo. Ambas llegaron a la ermita en 1960, después de que su madre, María Márquez, enviudara. Esta circunstancia provocó que ella y sus tres hijas (la de en medio, Dolores, murió hace cuatro años) se vieran desamparadas, sin casa en la que cobijarse, hasta que el párroco Esteban Rodríguez, más recordado por los corianos como Don Esteban, les buscó un refugio en la ermita de San Juan, sede de la Hermandad de la Vera-Cruz. "Desde entonces no ha pasado ni un solo día en el que la capilla se haya quedado sola", atestigua Abelardo Campos, hermano mayor de la cofradía.

Las tres hermanas realizaron en las últimas semanas de vida de su madre una promesa por la que nunca dejarían al Cristo sin compañía en agradecimiento por el hogar recibido. Hasta hoy, la promesa se mantiene. De hecho, cuando las hermanas podían desplazarse con mayor facilidad, siempre una permanecía en la capilla, al cuidado de los titulares, por lo que nunca se vio a las tres juntas por el pueblo. Un sacrificio que para ellas "sabe a gloria bendita", como el olor que desprenden las comidas de Carmen, que, sentada sobre una mecedora, recuerda tiempos pasados.

Vaivenes de la memoria en la que se balancean los distintos nombres de los sacerdotes que por allí han pasado y de las personas "que tanto hicieron por la hermandad": el Padre Benítez y la familia de los Ramírez (más conocida como la de Los Pollos, auténticos mecenas de la corporación), los momentos gratos y no tan gratos que han vivido: cuando corrían a socorrerse bajo las plantas del Crucificado en caso de terremoto, el día en el que esperaban a la Virgen a las puertas de la capilla tras meses de ausencia, la procesión del Cristo cuando fue restaurado ("desde entonces -dice Josefa--mi hermana se quedó ciega de tanto llorar por la emoción) o aquellos años en los que las facultades aún les permitían quitar la cera del suelo al salir la cofradía para que no la pisaran los nazarenos cuando volvieran. Y, cómo no, los días previos a la Semana Santa. "Habría que tener una trompetilla -comenta Francisco Porras, hermano de la cofradía- para saber lo que le dice Josefa al Cristo cuando limpia su rostro antes de subirlo al paso". "Secretillos de una hija con su Padre", replica la ermitaña.

Las dos hermanas interrumpen sus comentarios. "No me tires más de la lengua", dice Carmen con una socarrona sonrisa. Son las doce y tienen que dejar preparada la capilla, que por la tarde hay boda. "Menos mal que ya no tenemos que recoger el arroz de los novios, eso sí que era un sacrificio", recuerda Josefa, quien ya tiene preparados sus atavíos para la imposición de la medalla. Se cierran las puertas de la ermita. Allá dentro queda el Cristo de la Vera-Cruz, nunca solo, siempre mimado entre recuerdos y sopas de tomate.

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