Cuaresma · Mis personajes

La humildad de la alpargata

  • Leyenda viva del Calvario, nieto de maese Farfán el último de una generación que ha conocido las cofradías con tramos de seis nazarenos y el ritual del reparto de las túnicas prestadas.

Oírle es un placer. Es como ver pasar una película en blanco y negro, con personajes que andan muy rápido, todos llevan sombrero, los pasos se levantan con brusquedad, las chicotás son a una velocidad de coches de carreras y al Domingo de Pasión se le llama aún Domingo de Doctrina. Todo antiguo, tal vez. Pero maravillosamente antiguo y, sobre todo y por encima de todo, auténtico. Y la búsqueda de la autenticidad en este mundo de las cofradías (por no decir en la sociedad actual) requiere de paciencia de minero. Este personaje hace tiempo que dejó de identificarse con la Semana Santa de hoy. La suya era de ver pasar la Candelaria desde el Alcázar de Romero Murube, íntimo amigo y compañero en el Ayuntamiento de su padre, y la de su Calvario con poco más de cien nazarenos. Nació en Matahacas, con el toque de ánimas sonando en San Román. "Nunca olvides a las ánimas", le conminó su madre. Su infancia son recuerdos de una casa preciosa de Jáuregui, donde hoy se levanta el Hotel Don Paco, y de un paseo de la mano de su abuelo, maese Farfán, camino de la Magdalena para ver el montaje de unos pasos que se efectuaba a escasos días del Domingo de Ramos, pues los tiempos eran otros y no estaban condicionados por la anticipación patológica actual, sino por el cura de turno que "tasaba" las horas de trabajo de los priostes en el interior del templo. No sacaba la papeleta de sitio, retiraba la túnica, que no es lo mismo. Antonio de la Oliva (Sevilla, 1929) puede pasar perfectamente por un fin de raza. Sus formas están desgraciadamente en desuso. Tiene señorío antiguo, alma de poeta, una fe blindada con los años y un usted afectivo en el tratamiento al prójimo que ya cotiza a la baja en la sociedad desahogada del tuteo que no distingue ni edad, ni sabiduría, ni gobierno.

Este viejo cofrade de la Magdalena sabe que el lenguaje es la primera batalla para cuidar las cosas que más se quieren. Jamás habla del paso de palio: "Es el paso de la Virgen, ¿qué es eso del palio?". Nunca le oirán referirse a las bambalinas, sino a las caídas: "¿Pero eso de las bambalinas no es cosa del teatro?"

Lleva a gala haber hecho vida de hermandad durante 63 años, cuarenta de ellos como oficial de la junta. "Soy el último de Filipinas de los de mi generación". Vive cerca del Prado de San Sebastián. Su mejor refugio es un despacho jalonado por las fotografías de sus amados titulares. Mientras va señalando con el dedo, subraya con la palabra: "Verá usted que aquí no hay más que el Calvario. Sólo soy del Calvario. No necesito perchas para colgar las medallas, porque sólo soy de una cofradía". Ignora su verdadero número en la nómina de hermanos por la pérdida de documentación que provocaban esos archivos itinerantes de casa en casa del mayordomo de turno. Debe andar por los diez primeros, porque ha conocido los tiempos de una hermandad despoblada: "Éramos habitas contadas. No es que las puertas estuvieran cerradas aquellos años. Estaban muy abiertas. Lo que no había es quien entrara. Tan pocos éramos que los cargos se intercambiaban entre los mismos".

Tanta vida interna le sirvió para aprender. "Me asombro con la cantidad de saber que acumulan los jóvenes de hoy. Pero les falta conocimiento de la vida de hermandad de puertas para adentro. Yo he conocido y aprendido en la verdadera escuela que es la vida de hermandad, donde he encontrado doctores en una materia tan difícil como son las cofradías, como Joaquín Huelva; donde he aprendido a lavar la ropa dentro, donde me he impregnado de la humildad de la alpargata, donde me he criado en el tú no tienes nada, porque todo pertenece a la hermandad".

De su primera Madrugada jamás olvidará el parón interminable que sufrió a la altura de la Casa sin Balcones. Cosas de la Macarena, con la que luego fue a encontrarse en la Plaza de los Carros. "Delante del paso venía Queipo de Llano de militar con una vara". Cuando la cofradía regresaba por Castelar cabía toda ella en la calle. Los adoquines estaban frescos por el rocío de la mañana. "Esa hierbita mojada aliviaba los pies desnudos de los penitentes". Nada de eso se ve ya.

Otra Madrugada, su padre lo llevó a ver una cofradía en O'Donnell, a la altura de las antiguas Bodegas Peinado. "Me llamó la atención sobre el comportamiento de unos costaleros: Hijo, vas a ver lo que nunca se debe hacer". Un Lunes Santo, su padre le llevó a oír la saeta a la cruz de guía de las Penas.

Una reflexión define al hombre: "Digo mi Cristo del Calvario cuando sé que no es mío, que es de los demás". Un deseo define al abuelo: "Espero que la próxima Madrugada pueda salir por primera vez un nieto como paje, si es que atienden mi petición". Y una mirada al pasado define su espíritu: "Llevamos alpargatas por los problemas económicos tras la Guerra, por pura humildad, como las Hermanas de la Cruz".

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