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El libro de la semana

El nacimiento de una tradición

  • Menoscuarto publica una antología de los relatos norteamericanos más representativos del XIX, donde se dan la mano autores incontestables junto a otros menos conocidos

Pioneros. Cuentos norteamericanos del siglo XIX. Varios autores. Ed. Santiago Rodríguez. Trad. Ignacio Ibáñez. Menoscuarto. Palencia 2011. 432 páginas. 27 euros.

Durante varias décadas, desde la época inmediatamente posterior a la Declaración de Independencia hasta bien entrado el siglo XIX, los Estados Unidos no tuvieron una tradición literaria propia a la que acogerse. Ya emancipados de la metrópoli en lo político, los antiguos colonos seguían vinculados a Inglaterra y a la cultura del viejo continente, que por lo demás era la referencia universal -también- en lo que a las letras y las artes se refiere. Existía la inquietud por fundar una literatura específicamente norteamericana, que recogiera el culto de la libertad individual característico de los habitantes de la joven nación y retratara la inmensidad de su territorio, pero los editores americanos no tenían restricciones para publicar a los autores británicos y las librerías de Nueva Inglaterra apenas se diferenciaban de las de Londres o Edimburgo. En la búsqueda progresiva de ese estilo propio confluirán las obsesiones religiosas de los puritanos, la idea de la conquista permanente o la celebración de la naturaleza salvaje, el optimismo de los padres fundadores, la conciencia del paraíso perdido y un fondo oscuro que contrasta con el esplendor de las tierras vírgenes.

En lo que respecta a la narrativa breve, una vez que alcanzaron la autonomía predicada por Emerson, los norteamericanos lograrían una capacidad de influencia que trascendió con mucho el ámbito de la lengua inglesa. Hace diez años, Galaxia Gutenberg publicó una Antología del cuento norteamericano concebida por Carlos Fuentes y preparada por Richard Ford, que se remontaba a los inicios del género pero comprendía también el siglo XX. Al cuidado del profesor de la Universidad de Valladolid Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan, esta nueva selección de Menoscuarto, aparecida en la colección Reloj de Arena, se limita a los autores del siglo antepasado, con razón llamados pioneros de una forma de literatura -el relato o short story- que ha sido especialmente fecunda en los Estados Unidos.

El precursor por excelencia, representado aquí por su famoso Rip van Winkle -incluido como el no menos célebre La leyenda de Sleepy Hollow en su Libro de apuntes de Geoffrey Canyon (1819-1820)- es Washington Irving, pero fueron Nathaniel Hawthorne (El experimento del doctor Heidegger, 1837) y sobre todo Edgar Allan Poe (Elhombre de la multitud, 1840) los verdaderos padres del cuento moderno. Este último, además, teorizó sobre el género en páginas perdurables que defendían la autonomía de la imaginación, la unidad esencial del relato y la búsqueda de un efecto que dejara atrás el cuento tradicional y la mera estampa de costumbres para inaugurar un artefacto nuevo, "donde no hay nada que sobre o carezca de una función concreta". El sombrío Hawthorne está aún ligado a la alegoría moralizante, que retomarán muchos otros narradores del país. Poe, en cambio, más allá de su condición de americano, es uno de los cuentistas mayores en cualquier lengua.

Junto a ellos figuran otros autores bien conocidos entre nosotros como el gigante Herman Melville (La mesa de manzano, 1856), el escéptico y bienhumorado Mark Twain (Suerte, 1886), el ardoroso Ambrose Bierce (Suceso en el puente de Owl Creek, 1890), el sublime y envarado Henry James (Lo auténtico, 1892), el malogrado Stephen Crane (El bote al raso, 1897), el gran aventurero Jack London (Hacer un fuego, 1908) o la amiga y discípula de James Edith Wharton (Fiebre romana, 1934). La guerra civil y sus consecuencias, como explica el editor, marcaron el inicio de una nueva etapa en la que predomina el realismo, en sus variantes urbana, psicológica o regionalista, con la celebrada peculiaridad de que buena parte de los narradores -como seguirá ocurriendo en el siglo XX- se alejan de la retórica literaria para reproducir el habla coloquial sin adornos ni florituras.

Pero la principal aportación de la antología es la presencia de una serie de autores menos divulgados o casi desconocidos en España. Uno de ellos es el afroamericano Charles W. Chesnutt (La viña embrujada, 1887), que recupera el dialecto sureño de los antiguos esclavos. El resto son mujeres, precursoras de las Flannery O'Connor, Carson McCullers o Eudora Welty. Dos de ellas -Kate Chopin (La historia de una hora, 1894) y Sarah Orne Jewett (Una garza blanca, 1886)- figuraban, con los mismos relatos, en la mencionada antología de Ford, pero de las demás -Rebecca Harding Davis (La vida en la factoría, 1861), Mary E. Wilkins Freeman (La monja de Nueva Inglaterra, 1891) y Charlotte Perkins Gilman (El papel de pared amarillo, 1892)- apenas sabíamos nada, aunque el inquietante relato de esta última fue recogido por Juan Antonio Molina Foix en El horror según Lovecraft. Tempranas vindicadoras de la intimidad femenina, sus cuentos aportan una mirada diferente sobre las costumbres de una sociedad en transformación, aferrada a los mitos fundacionales pero consciente de que el progreso iba a cambiar para siempre su fisonomía, sus aspiraciones y su lugar en el mundo.

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