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De libros

Ginebra y cloro

  • El escritor estadounidense John Cheever narra en 'El nadador' la travesía de un hombre de piscina en piscina hacia su reencuentro con la soledad más absoluta

El nadador. Relatos II. John Cheever. Emecé. 499 páginas. Traducción de José Luis López Muñoz y Jaime Zulaika. 22,50 euros.

Es una espléndida mañana de domingo a mediados de verano, con un sol radiante y nubes con nombres de ciudades -Lisboa, Hackensack-, y en la tierra los hombres reequilibran la resaca del sábado con gin-tonics muy fríos y copas de ginebra helada, y lejos de cegar y de hacer doloroso el parpadeo, las superficies turquesa y zafiro de las piscinas relajan la vista y los sentidos a los resacosos, que lamentan -sin remordimientos, desde luego- haberse pasado con la priva, desde el párroco al jefe de los exploradores. Todos beben en el planeta Tierra un sábado por la noche. Y aunque lo más socorrido a la hora de intentar evocar los excesos del día anterior es considerar terribles los efectos de la bolinga, no hay palpitaciones cardíacas ni sudoración en los pechos y los torsos bronceados, porque estamos ante la resaca de gente con la nevera bien surtida y siempre a punto y el ánimo, de nuevo, dispuesto para otra reunión social, la matinal del domingo, otra sesión de dicha colectiva, banal y narcotizante. Sí, es un domingo de verano rebosante de fecundidad capitalista, un luminoso día festivo en la Costa Este al que aún le sobra tiempo para ignorar la grosería del lunes. Y otra vez, como los hubo el sábado, hay saludos, besos y abrazos, y los cubitos de hielo vuelven a tintinear en los vasos. Neddy Merrill sostiene el suyo, sentado al borde de la piscina de los Westerhazy.

Hasta que, de repente, se le ocurre que puede volver a su casa, a doce kilómetros, nadando. Cruzando el condado de piscina en piscina, entrando y saliendo de todas las que se interpongan en su original itinerario antes del final feliz: el del reencuentro en su casa con sus cuatro hermosas hijas que, a esa hora, piensa Merrill quitándose el suéter, deben estar jugando al tenis. Y se lanza de cabeza -desprecia a los hombres que se tiran al agua de otra manera- a la piscina de los anfitriones y la cruza y emprende el camino en busca de la segunda. Y después una tercera y una cuarta y varias más. Así hasta su casa.

No hay mar en este relato de John Cheever (1912-1982). Hay piscinas: piscinas como metas volantes, piscinas con apellidos -las de los Graham, los Hammer, los Howland, los Biswanger, los Gilmartin-, piscinas de todas clases. Y las hay privadas, la mayoría, y una pública con el agua oleaginosa apestando a crema bronceadora y que le recuerda un fregadero, e incluso alguna vacía y seca como un cráter. Muchas piscinas agujereando la tierra de un condado entero, cuentas líquidas de un rosario que el protagonista engarza una tras otra porque lo ha decidido así, en medio de una reunión, sin ningún motivo aparente, sin el reto de una apuesta, sin atender a una causa ni a un plan, simplemente abandonando la copa de ginebra la mañana de un domingo que recuerda haber empezado, atraído por el olor a café, deslizándose alegremente por el pasamanos de la escalera de su chalé. Neddy Merrill, un tipo feliz. Afortunado, desde luego.

Y sin embargo...

El cuento de Cheever es terrorífico. Hay algo oculto, oscuro y misterioso en sus páginas que irá emergiendo a lo largo del recorrido de la aventura del nadador, en un escenario que de idílico tornará a desasosegante. El pecho vigoroso y henchido de Merrill incubará con cada brazada el desánimo, su fingida jovialidad -empachada por la ginebra- dará paso a la ominosa decrepitud -corroída por la ginebra- y el paisaje inicialmente acogedor y familiar de las mansiones y sus piscinas sufrirá una transformación que lo alterará en un paraje frío y solitario en el que Merrill sufrirá como un despojo: pasará del elegante crol de las primeras piscinas al más patético chapuceo en la última, y tan derrotado que se odiará a sí mismo por haber entrado en el agua a pie -no de cabeza, como los auténticos hombres- y saliendo de ella, tambaleándose, por la escalerilla. Hasta el color del día se ha teñido de gris, las nubes con evocadores nombres de ciudades luminosas han sido expulsadas del cielo por otras que descargan una tormenta de verano, y la tramoya mental de Merrill se descuajaringa, tan vulnerable, y la realidad agazapada hasta entonces en los setos verdes y en los parterres de flores y en las alfombras de césped y en el hielo que se derrite en los vasos golpea en los ojos al nadador, ajado y desvalido. Y llora.

Y es en esta manera de hacer amerizar al personaje en su cruda (ir)realidad -pues Merrill parecerá estar asistiendo al final de su peregrinaje a una suerte de fantasmagoría, cuando no es más ni menos que el trallazo de su amarga existencia- donde brilla la maestría del escritor. Porque Cheever lleva al lector que se sumerge en las páginas de este cuento -le hace lo mismo al protagonista de El nadador- a creer en un paraíso virtual en el que impera, durante un espléndido domingo estival cualquiera en una confortable y segura zona residencial, la dicha y el goce de la clase media estadounidense que tan bien diseccionó en sus relatos, un grupo social tan abotargado en su Sueño Americano que cae desprevenido, y aterido por cuchilladas de sudor frío, en la Pesadilla del Aire Acondicionado.

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