DERBI Betis y Sevilla ya velan armas para el derbi

De libros

Memoria del trigo y la ceniza

  • Rafael Adolfo Téllez publica su nueva obra en la colección que dirige Andrés Trapiello.

Los cantos de Joseph Uber. Rafael Adolfo Téllez. La Veleta, Granada, 2011. 70 págs. 11 euros.

En Los cantos de Joseph Uber, como en toda la poesía de Rafael Adolfo Téllez, conviven con naturalidad dos hechos infrecuentes: la vocación memorística, el linaje espectral que habita sus poemas; y el mundo secular, los ritos cereales que allí asoman. Es fácil, por otra parte, señalar la breve nómina de sus influencias: Bécquer, Vallejo, Neruda, Eugenio Montejo, los poemas vagamente enumerativos y en fingido desorden de Jorge Luis Borges. Aún así, la voz melancólica de Téllez no parece surtirse de los unos ni de la otra; acaso, de cierta idea del hogar hoy en desuso; acaso, de un modesto drama donde lo que se elucida es una vieja idea del hombre. El hombre como legatario, como deudor, como renuevo de una infinita cadena de fantasmas. Pero también, el hombre como pastor de la asombrosa regalía del cosmos.

No se piense, pues, que la poesía de Rafael Adolfo Téllez es de naturaleza religiosa ("Encuentro, a mi paso,/ los dioses de hace un siglo/ disueltos en el barro", escribe en  Los adioses). En rigor, lo que Téllez ofrece es el eco de aquel mundo que los hizo posibles. El mundo del surco y de la espiga, de la brasa doméstica, del tiempo circular, dormido en las campanas. Aquel cosmos, ordenado y fértil, donde la humanidad se supo hermana de la siembra. Todo esto lo tiene muy explicado Eliade, no sólo en El mito del eterno retorno, pero también en sus Herreros y alquimistas. Esa forma milenaria de contemplar la vida como ciclo, y al hombre como semilla de otros hombres. La originalidad de Téllez, pues, su profunda y sencilla voz poética, radica en cantar el vasto imaginario agrícola y la humilde civilidad rural que se extinguió mediado el XX. Pero cantarlo como último habitante, ya desposeído, de una tierra fantasmal y un linaje de sombras. Podríamos citar aquí a García Pavón para nombrar otra obra donde las exequias de aquel orbe se dan al modo cómico. De igual modo, cabría documentar este cambio acudiendo a Pierre Bordieu o Eric Hombsbawm, que comparó en importancia la derrota del agro, la fabulosa migración a las ciudades de la centuria pasada, con la llegada del Neolítico. No obstante, la rara intensidad dramática de Téllez nace de una extrañeza; de una extrañeza testimonial y romántica. Así, el Joseph Uber de estos poemas, solitario y errante, quizá desde los días de Carlos III y aquellos alemanes del XVIII que vinieron al sur con su rubia ingenuidad, con su afán disciplinado, a roturar estas tierras.  Así, las diferentes voces que viven y se confunden, espectros de otra edad y de otro mundo, en Los cantos de Joseph Uber. Aún reberbera en estas páginas un antiguo milagro: el milagro del vino, del trigo y el hogar, del animal amigo, de un lazo inextricable, tensado junto al fuego. "En el ancho ventanal, miro el valle antiguo/ donde se perdieron los huesos de los míos. / Ahora relumbran con la lluvia / y son el horizonte".

Debe quedar claro, pues, que la poesía de Téllez, noble e inactual, se nutre de una incierta fantasmagoría. Este sujeto fantasmal no es otro que el paso de un tiempo a otro, de una era a la siguiente, del hombre anudado al meteoro, al viento y la cosecha, a aquél que se abismó en la urbe. Quizá por eso, en sus poemas vive intacta la idea civilizada del hogar, como hecho fundamental del ser humano. En Téllez, es la Naturaleza adversa quien agrupa junto al fuego, quien origina para siempre el copo familiar. De ahí nacerá cierta idea del amor y una sencilla concepción del misterio. No obstante, será el combate secular contra el arbitrio del clima, y el triunfo del hombre sobre la tierra inhóspita, lo que aquí se nos ofrezca como remota evidencia. Todo aquel universo cercano, predecible, la rueda de las estaciones girando con el cielo, aparecen en Los cantos de Joseph Uber como un humilde paraíso, ganado por las ruinas. Ni el padre ni la hermana, ni el duende del otoño que habita las cocinas, tiene más existencia que la de estos poemas. "Llego ya tarde al andén -escribe Téllez- donde/ no me recuerdan./ Soy sólo el forastero que todo lo perdió".  Y aún así, fantasma tras fantasma, olvidado el camino hacia el hogar o la dicha, es el hombre al completo quien aquí dice su misterio.

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