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Javier Márquez Sánchez. Escritor

"La gente que lleva la vida al extremo es la que hace las obras más auténticas"

  • El narrador se inspira en la figura de Sam Peckinpah y otros artistas malditos para 'La balada de Sam', una historia sobre las raíces y la creación que es también un canto de amor al cine.

Javier Márquez Sánchez (Sevilla, 1978) empezó a contar historias de niño, cuando "nos poníamos a jugar en la pandilla y yo organizaba: tú eres el policía, ella y yo somos ladrones, atracamos a éste y tú vienes... y ya casi que el juego se acababa porque yo ya había adelantado todo lo que sucedía", recuerda entre risas. De su habilidad para atrapar al lector con sus ficciones ya había dado muestras en libros anteriores -entre ellos, La fiesta de Orfeo o Letal como un solo de Charlie Parker- y ahora lo hace en La balada de Sam (Editorial Alrevés). El periodista Frank Benedict viaja a Triunfo, un pueblecito en México en el que rodó sus películas el cineasta Sam Lonergan. Su interés no está tanto en el director como en su colaborador Chico Montes, el padre que le abandonó. Así comienza una novela sobre artistas insobornables, que sobrevivieron al margen de las modas, por la que sobrevuela el recuerdo de Sam Peckinpah.

-El libro habla de esos creadores que amaron la vida, que se entregaron a ella intensamente y lograron así una obra personal y auténtica.

-Cuando yo escribí esta novela, en el año 2008, tenía cierta sensación de enclaustramiento y pensaba, aunque ya había escrito mi primera novela, que no iba a ser capaz de hacer nada que emocionara. Estaba metido en mi despachito, en casa... Eso me hacía acordarme de aquellos artistas malditos que cometían barbaridades, que se emborrachaban y le pegaban al productor... Gente que llevaba la vida hasta las últimas consecuencias, pero que también hacía las obras que te llegan más hondo. Sam Peckinpah es el principal referente de esta historia, pero tuve también presente a Silvio, nuestro Silvio. Una de las anécdotas que se cuenta es suya, cuando el personaje de Chico Montes se gasta el dinero de una actuación en fichas de unas atracciones para los niños del pueblo. Eso lo hizo él.

-Ésa es una de las primeras revelaciones que le cuentan al protagonista sobre su progenitor. La novela trata un tema tan universal como explorado: la búsqueda del padre.

-Sí. Yo soy muy familiar, me crié muy cerca de mis abuelos, y la novela está llena de claves que conocen los de mi entorno. Quería abordar cómo conocer el pasado, ponerlo en orden, nos aclara las ideas, eso de que saber de dónde vienes te ayuda a saber hacia dónde vas siempre me ha parecido una gran verdad. Escribí el libro en un momento en el que estaba muy vivo el debate de la memoria histórica. Nunca he entendido cómo alguien puede negarle a nadie que busque los restos de sus familiares, y eso está reflejado en el libro. No directamente, pero sí hay un recuerdo que necesita salir a la luz.

-Sam Lonergan, como su álter ego Peckinpah, es contradictorio igual que su cine, lleno de violencia y de poesía. Es un tipo leal a sus amigos, pero capaz de meterse en las peleas más brutales.

-La elección de México no era accidental: hubo un montón de creadores que encontraron allí un refugio, atraídos por esa mezcla de horror y belleza que encierra no tanto el país como la idea que tenemos de él, donde un hombre puede cantar una serenata a la mujer amada o batirse en duelo por cualquier tema. Aunque eso no pase en realidad era lo que empujaba a Ambrose Bierce, Jack Kerouac o John Ford a ir para allá.

-Por esos extremos Peckinpah amaba México.

-Sí. Su cine era muy violento, pero sólo hay que detenerse a mirar esa matanza del final de Grupo salvaje. Los personajes está muriendo, pero vemos unas miradas entre los amigos, el dolor de uno cuando otro cae... ahí se aprecia una sensibilidad maravillosa. Peckinpah era capaz de hacer La balada de Cable Hogue y Quiero la cabeza de Alfredo García, o de filmar escenas como una de Grupo salvaje en la que sienta a Ernest Borgnine a las puertas de un prostíbulo, porque no quiere entrar y lo pone a hacer un juguete con la cuchilla, como si fuera un niño... Ese tipo tenía un lado terrible, por el alcohol, las drogas, una violencia desatada, pero algo tenía en algún sitio que le llevaba a plasmar esa belleza. De esa contradicción nace ese carácter autodestructivo que tenía él, y que tenían tantos otros.

-El personaje de Lonergan tiene una película, A cualquier precio, en la que puso el corazón y que lo dejó vacío. ¿Cuál sería el proyecto más personal de Peckinpah?

-Sería Quiero la cabeza de Alfredo García. Todo el mundo sabe cómo arrancó ese proyecto, por un guionista que le presenta un argumento, pero a mí me gustaba pensar una historia paralela, que le ocurre algo mientras rueda en México y le inspira esta película. Así imaginé el libro en un principio, pero me di cuenta de que no debía centrarme en Peckinpah, preferí que fuera una especie de crisol de diversos artistas malditos. Una vez que terminé la novela caí en que es una búsqueda dentro de una búsqueda dentro de otra búsqueda. El personaje va buscando el recuerdo del padre, que trabajaba con un tipo que buscaba incansablemente la obra perfecta, que la alcanzó con una película sobre alguien que busca a otro al que debe matar.

-En la ficción, Lonergan recibe el Oscar, pero Peckinpah no lo ganó.

-Tomé muchas cosas de él, y evidentemente la figura de Lonergan es Peckinpah en un 80%, pero luego había otras aristas del personaje que me gustaba moldear a mi gusto. La historia del hombre que pierde la paciencia y se desnuda delante de sus invitados, en su cumpleaños, es de John Ford, que quería una celebración con sus amiguetes y aquello se había convertido en una fiesta de sociedad. En la novela hay personajes reales que se citan con nombres y apellidos, como Emilio El Indio Fernández o Chavela Vargas, y otros ficticios pero que nacen a raíz del universo de Peckinpah. Willie Pike, por ejemplo, es Kris Kristofferson, que hizo varias películas con él. Sam dejó de hablarle cuando éste dejó el alcohol, que era como el lazo de hombría que les unía.

-Es curioso cómo la industria saca rédito, al final, al trabajo de los artistas malditos. Años después, los estudios que tuvieron esa relación tan complicada con Peckinpah acabaron lucrándose con el lanzamiento de sus películas en vídeo.

-Eso siempre me ha parecido muy interesante. Da igual que hablemos de la industria o de una ciudad; siempre hay un tipo que en un momento determinado es denostado, al que se le ponen muchas trabas para salir adelante, pero de pronto se pone de moda y alguien dice: ¿Por qué no le damos una mano de pintura a su trabajo y lo lanzamos? Me fascinaba encontrarme con entrevistas de gente que le había hecho la vida imposible a Peckinpah y luego tenía otra perspectiva... El problema es cuando el arte tiene que depender del dinero: en el caso del cine, además, era inevitable; ahí estás vendido a los productores. A Peckinpah le hacían escabechinas con todas sus películas.

-"La gente que ha hecho grande el cine casi nunca sale en los créditos", dice uno de los personajes. El libro reivindica a esos profesionales que pasan inadvertidos.

-Yo siempre he sido un amante del cine clásico, y si recordamos cualquier película clásica, si la comentamos con alguien, siempre aparecen referencias aquel tipo pequeñito que entra en el bar y dice esto o lo otro. En el cine español también: hemos tenido grandes actores, pero creo que ha habido más secundarios brillantes que protagonistas. Sazatornil, Cassen... una ristra de personajes maravillosos, que dotaban de vida a una película, y que son un símbolo de que el cine es un trabajo de equipo.

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