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José Ignacio Rufino

El país de las anécdotas

Mientras que España vive en un limbo institucional, nos enzarzamos en trivialidades continuamente.

RESULTA doloroso asistir a la progresiva barroquización de nuestra sociedad, en un sentido ornamental de lo barroco: las formas van superponiéndose, ocultando y hasta aniquilando a la sustancia en los debates y en nuestros juicios públicos. La apariencia y la anécdota priman sobre los hechos colectivos importantes (quizá no lo son ya, y uno se ha convertido en un excéntrico). La sociedad en red -en red que atrapa, más que en sociedad entrelazada que interactúa saludablemente- no hace sino acentuar este proceso de trivialización. Por poner unos ejemplos, a falta de un Gobierno, y tras dos meses de pasacalles institucional, nos entretenemos con el contenido del show de unos titiriteros cuyo espectáculo han visto un puñado de niños (pobres niños inocentes). O con un torero, chorreando estirpe legendaria, que difunde una foto dando un muletazo a una vaquilla con su hija en brazos, y los antitaurinos -aprovechando que el Pisuerga pasa por su cortijo- le quieren quitar la tutela de la pequeña y reclaman posesos que el fiscal y el Defensor del Menor lo empaqueten al alimón; miles hemos opinado con pasión sobre esto en Facebook, y no digamos en Twitter. Cada uno en su forma, todos sabemos de qué equipo somos. Hinchas somos: la mierda de nuestro equipo no nos huele. Y sobre todo, no la rechazamos en público. Todo por nuestra parte de la patria. Sin echar ni caso a los problemas del país, más allá de las anécdotas.

Nuestros representantes políticos -más unos que otros- han descubierto este filón, este opio rococó del pueblo: "Así es si así os parece: os daré carnaza, que hoy es lo más rentable", parecen pensar, a tenor de sus obsesión estética. No sólo indumentaria, sino estética en general: de las formas, los tonos y las inflexiones de voz, las muletillas, las miradas, los abrazos, los gestos con las manos, los bares que visito y las películas que veo. Saben que esto importa mucho. Y entonces deciden implementar sinérgicas estrategias indumentarias: que si corbata, sí, pero hoy mejor no; que si para ver a éste llevo vaqueros, pero para mezclarme con estos otros, voy y me estreno con el esmoquin, vaya pelotazo 3.0. que estoy dando, camaradas (porque esta tontuna de la vestimenta como factor clave de marketing político es cosa sobre todo de la izquierda, que precisamente suele alardear oficialmente de no ser tan pija, o sea, tan desustanciada, como la derecha).

En cualquier caso, las cosas son así. Los debates de la radio y la televisión resultan mayormente repelentes por la previsibilidad de los contertulios. Si lees y oyes a alguien que escribe o dice lo que entiende que debe decir cada vez, comenzará a ser un tipo raro, denlo por seguro. Y lo peor: cuanto más presume alguien de ser crítico, más alineado está. Y defenderá al titiritero condenando al torero, y viceversa.

Es normal y deseable que la anécdota estimule el juicio sobre la categoría, que una situación concreta dé lugar a debatir cuestiones de mayor calado y generalidad. No lo es tanto, sino al contrario, que vivamos instalados en un carrusel de anécdotas con las que indoloramente nos enzarzamos entre grupos de supporters ideológicos. También es normal y deseable que uno tenga una serie de principios (pocos, y poco flexibles). Asimismo, es cierto, conviene que una persona no esté en permanente esquizofrenia en su juicio sobre la situación política y social: hoy esto, mañana lo contrario. Pero, estando el patio político como está, lleno de pose e impostura, lo mejor es hacerse su propia idea del estado de la cosa, en cada cosa a debate. Sin filias ni fobias. ("Así no te va a llamar nadie para hacerte su asesor", "Casi mejor".)

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