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Análisis

Rogelio Velasco

Quién teme al librecambismo

La historia nos ha demostrado que el progreso de las sociedades ha ido unido a una mayor apertura de las economías. El TTIP es una oportunidad para generar más empleo y riqueza.

EL proteccionismo económico, no ha tenido nunca una teoría que lo respalde. Todos los economistas académicos desde Adam Smith y anteriores, han defendido las ventajas de las relaciones comerciales entre los distintos países. Los libros de texto que se utilizan en todas las universidades recogen también esta tradición.

Sin embargo, la historia está plagada de casos de rechazo al librecambismo como doctrina que oriente las relaciones económicas entre países. La razón estriba en que tanto trabajadores como empresarios que operan en sectores afectados por la apertura comercial al mundo suelen encontrarse en alguna de estas situaciones: reducidos en tamaño, en número de propietarios o concentrados geográficamente. En consecuencia, cuentan con buenas posibilidades de organizarse políticamente para presentar una contestación a la apertura comercial.

Las formas de organización se reforzaron desde que las democracias representativas se consolidaron en el siglo XIX, introduciéndose los distritos electorales, en los que los representantes políticos defendían los intereses de un territorio concreto; territorio que contaba con una estructura productiva que determinaba los intereses económicos específicos que había que defender frente a medidas de los gobiernos. A estas formas de organización diseñadas por la aristocracia terrateniente y las burguesías industrial y agraria, se unieron, más tarde, las voces de los sindicatos, que han defendido también tradicionalmente los intereses de sectores económicos concretos, especialmente en la industria, en la mayoría de los casos muy concentrados geográficamente.

Una de las razones más importantes del rechazo generalizado al librecambismo como herramienta orientadora de la política comercial se debe a que los costes de una liberalización comercial (reducción de aranceles, supresión de cuotas de importación, etc.) son inmediatos y están concentrados en el espacio o en los grupos que trabajan en los sectores afectados por la liberalización, mientras que los beneficios del libre comercio tardan más tiempo en percibirse y están más repartidos en el espacio.

Una liberalización del sector siderúrgico nacional, suprimiendo aranceles a la importación de acero fabricado en China, seguramente produciría en el corto plazo un desplome de la producción nacional, por las grandes desventajas en costes entre ambos territorios. Sin embargo, tardaría más tiempo en percibirse, y estaría más repartido en el territorio, los beneficios derivados del aumento de las exportaciones al gigante asiático y de la reducción en el precio de los nuevos productos importados, que benefician no solo a otras industrias, sino al conjunto de los consumidores.

Esta asimetría temporal entre beneficios y costes está muy magnificada en nuestras sociedades modernas por el papel que juegan los medios de comunicación. En las portadas de los periódicos aparecerían huelgas y manifestaciones de los grupos y sectores económicos afectados, pero no habría ninguna referencia sobre el crecimiento del empleo y de las exportaciones a China, ya fuera de productos agrarios de Almería o de maquinaria fabricada en el País Vasco. Tampoco aparecería en los medios que, derivada de la liberalización comercial, el precio de los teléfonos móviles se estaría reduciendo como consecuencia de la mayor competencia. Teléfonos móviles, coches, aparatos de TV. Todos los productos industriales.

Actualmente, la UE se encuentra en negociaciones con EE.UU. para la firma del Tratado Trasatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP en inglés). El comercio entre ambos bloques se encuentra ya muy liberalizado. Pocos productos soportan aranceles o son muy bajos.

Sin embargo, existen notables diferencias todavía en algunas cuestiones fundamentales. En primer lugar, no existe una estandarización en el etiquetado y la información que se hace pública para muchos productos, especialmente de alimentación. Los críticos en la UE afirman que esto puede dar lugar a una reducción de los controles sanitarios que perjudique a los productos europeos.

En segundo lugar, EEUU quiere que las disputas comerciales entre empresas se resuelvan a través de un mecanismo de arbitraje distinto al que la UE propone, que podría otorgar ventajas a las empresas del otro lado del Atlántico.

En tercer lugar, las empresas europeas desean poder participar en los concursos públicos en igualdad de condiciones que las de EEUU Sin embargo, la cláusula Buy American, por la que las empresas europeas, cuando ganan un concurso en EEUU, tienen que utilizar exclusivamente inputs norteamericanos, es contestado. Esto afecta especialmente a las grandes empresas españolas de ingeniería civil. ACS está actualmente construyendo un enorme túnel en Seattle, Ferrovial construye autopistas en Texas, etc. Para todas esas obras, no puede utilizar ingenieros españoles, sino norteamericanos.

En cuarto lugar, los cultivos transgénicos son rechazados por la mayoría de los países europeos, frente a las grandes empresas de EEUU, que son las principales productoras. La UE contesta que debería contarse con una mayor evidencia científica antes de permitir a gran escala este experimento.

Dentro de la UE, no existe unanimidad. El Reino Unido y España son los que han mostrado mayor interés en que se firme el tratado. También Alemania. Mucho más renuente se encuentra Francia. Esas diferencias muestran, de un lado, el potencial exportador que perciben -casos de Alemania y España- los vínculos estrechos de todo tipo -el del Reino Unido- o el deseo francés de no exponerse a la competencia internacional y la capacidad de contestación de sus sindicatos.

La historia y la economía nos muestran que el progreso ha ido unido a una mayor internacionalización de las economías. Esperemos que se alcance un acuerdo que genere mayor empleo y riqueza de una forma equilibrada.

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