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Análisis

La parodia política y el sistema electoral

  • Cualquier sistema basado en mayor participación directa puede ayudar a resolver una situación como la actual; por ejemplo, una segunda vuelta entre los dos vencedores de la primera consulta

PARODIEMOS la realidad política española suponiendo una consulta electoral en la que hay 45 electores que se distribuyen de manera más o menos uniforme a lo largo de un espectro que va desde la izquierda a la derecha, pasando por el centro. Alteremos, para simplificar, la compleja oferta electoral actual española y consideremos tres opciones: izquierda (I), centro (C) y derecha (D). Supongamos también que los estrategas de los partidos disponen de encuestas fiables que pronostican que D ganará las elecciones con 20 votos, que I quedará en segunda posición con 15 y que C sólo conseguirá 10. El escenario es bastante más sencillo que el que actualmente existe en España, pero la solución es igual de compleja porque, al margen del mayor o menor número de votos conseguidos, cualquiera de los tres estaría en condiciones de formar Gobierno, si consigue convencer a alguno de los otros. Es una cuestión de orden de preferencias, que conduce a la solución que predice el teorema del votante mediano: cuando se dan ciertas condiciones de partida, siempre inevitables en los modelos económicos y en los de elección en particular, la competencia electoral lleva a las diferentes opciones a prometer políticas cercanas a las preferencias del votante mediano, que es aquel que tiene a su izquierda el mismo número de votantes que a su derecha y decide, en última instancia, quién formará el Gobierno.

La opción preferida por cada votante es la reflejada en la encuesta, pero lo más probable es que, si también se pregunta por la segunda opción, tanto los votantes de I como de D elegirán C. La conclusión es clara: serán los votantes de C, o los 10 representantes elegidos, los que decidan quién forma Gobierno. Aquí es donde el sistema electoral adquiere la máxima relevancia, pero antes de entrar en ello imaginemos a los estrategas de los partidos diseñando sus campañas electorales. Tanto en I como en D consideran que tienen un mercado de votos cautivo en ambos extremos del espectro político y que es en el terreno de C donde se decide el resultado, así sus promesas electorales aparecerán cargadas de propuestas moderadas dirigidas al entorno del votante mediano, que podrían incluso llegar a importunar a sus votantes más fieles. D, por ejemplo, podría aceptar relajar la austeridad en el gasto público e I comprometerse a bajar impuestos. En C, en cambio, estarían preparando las barricadas para defenderse de las intromisiones en su terreno.

Si las encuestas se equivocan y D o I consiguen ganar con mayoría absoluta, es probable que las promesas de moderación política queden olvidadas y que el Gobierno de turno actúe pensando exclusivamente en su votante ideológico o seguro. Si aciertan, todo dependerá de las segundas preferencias y de las características del sistema electoral. En el supuesto de un sistema de representación, en el que los votantes desaparecen de la actividad política una vez depositan su voto y eligen a su representante, la resolución del problema es impredecible y conduce a la negociación entre los aparatos. A pesar de la debilidad de su posición, C podrá elegir entre D e I, en función de lo que cada uno ofrezca. Lo más probable es que la oferta de I sea bastante más generosa que la de D, debido a que el menor número de votos le sitúa mucho más alejado del objetivo final y le predispone a aceptar soluciones más costosas. La situación puede, no obstante, complicarse más, puesto que C también podría jugar la baza de segunda opción preferida para los votantes de los otros dos partidos, que quieren evitar por todos los medios el acceso al poder de su antagonista ideológico. En realidad, la alternativa de una tercera opción política de centro, y por lo tanto cercana al perseguido votante mediano, tendría perfectamente cabida en la parodia y resultaría relativamente sencillo estirar el argumento hasta situarlo como la fuerza política con mayores posibilidades, no sólo de gobernar, sino también de ganar las elecciones. El problema es que seguramente nos alejaríamos en exceso de la actualidad política y estaríamos ignorando una ley de notable predicamento entre los politólogos. La Ley Duverger afirma que, a pesar de las abundantes excepciones, existe suficiente evidencia como para sostener que un sistema de mayorías conduce inexorablemente al bipartidismo.

No profundizaremos en el tema, pero aprovecharemos la alternativa para cerrar con el tipo de soluciones que pueden ofrecer otros sistemas electorales en los que el protagonismo del votante no desaparece tan pronto del escenario político como en el basado en la elección de representantes. Obviamente, el reconocimiento del derecho de formar Gobierno a la opción más votada resuelve de un plumazo el problema, pero, en general, cualquier sistema basado en mayor participación directa puede ayudar a resolver una situación como la actual. Por ejemplo la posibilidad de una segunda vuelta entre los dos vencedores en la primera consulta. I y D competirían, en este caso, por los votantes de C y el conflicto quedaría resuelto de manera definitiva tras la votación. Si los 10 votos de C se dividiesen en partes iguales, el ganador final sería D con 25 votos. El principal atractivo de esta fórmula es que las preferencias de los votantes están presentes durante todo el proceso, hasta llegar a la solución final del problema. El principal inconveniente es que no garantiza la resistencia a la tentación de gobernar según las preferencias de sus votantes ideológicos, dejando en barbecho las promesas electorales para ganar el voto de centro.

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