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Cultura

El arte como laberinto

  • Varios artistas se entregan a uno de los ejercicios universales del arte, el juego de bifurcaciones y asociaciones inesperadas como metáfora de la identidad y el tiempo

Laberintos. Varios artistas. Murnau Art Gallery (Plaza de San Leandro, 10) y Galería Félix Gómez (Morería, 6). Sevilla. Hasta el 5 de noviembre.

Prisión o promesa, prueba o trampa, el laberinto ha seducido a culturas muy diversas. Ha sido en ocasiones signo de un viaje iniciático que había de culminar con la recompensa de una nueva identidad, pero otras veces fue imagen de un mundo cerrado, circular: el camino correcto, una vez hallado, sólo conducía de nuevo al punto de partida. Todas esas imágenes, sin embargo, tienen algo en común: de un lado, la incertidumbre que nace de la acumulación de alternativas (atractivas algunas, otras laboriosas y en conjunto, inabarcables), de otro, la necesidad de optar (sabiendo que cada elección equivale a renunciar a todas las demás) y sobre una y otra, el empuje del deseo que impulsa al doble reto de la inseguridad y la decisión. Es el deseo quien guía a los aventureros sin abandonar por ello a los irresolutos: éstos, aunque renuncien a entrar en el laberinto, permanecen anclados ante sus puertas, como parece sugerir el lienzo de Brigitte Szenzci colgado en la galería Félix Gómez.

El laberinto puede ser, pues, imagen del mundo, como señalan ajedrezado y mandala elaborados por Dis Berlin, pero también, como invita a pensar el mismo autor, espacio de residencia que el yo ha ido elaborando en el transcurrir de los años. Un lugar propio, sin embargo, que está más cerca de la ruina (Pérez Villalta) o de la acumulación de fragmentos aislados entre sí (José Miguel Pereñíguez) que de la morada convencional. Al fin y al cabo, la fusión de incertidumbre, libertad y pasión, típica del trabajo de vivir, puede llegar a alojarse en nuestro sistema nervioso e impulsar un mundo personal tan inventivo y fértil como conflictivo y contradictorio. Así parece decirlo una obra de Angélica Kaak (en esta ocasión en las paredes de Murnau Art Gallery) cuya figura múltiple hace pensar en la raíz esquizoide que de modo tal vez inevitable suele alimentar al arte.

Puede que una de las fábulas más antiguas del laberinto sea la de Babel. La ambición que lleva a construir un mundo sin enigmas, guiado por un único proyecto y regido por un solo poder, tropieza con el escollo de la multiplicidad de intereses, la pluralidad de valores, los variados objetos del deseo. Ignorar esta variedad, sea aduciendo mayorías, por cualificadas que sean, o en nombre de la opaca lógica de los mercados, es emprender el camino de la dominación. Tal vez quepa rastrear esta idea en el irónico Todoterreno de Ramón David Morales. La alternativa, en cualquier caso, la anuncian los trabajos de Juan A. Mañas, cuyas obras brotan de la confluencia de muy diversas imágenes cinematográficas. Son mapas de la fantasía y la memoria que de algún modo hacen pensar en Godard y su Histoire(s) du Cinéma, esa guía para deambular por nuestro tiempo. Más que en valores eternos y en verdades que desafían al tiempo, habitamos en la que alguien ha llamado la comunidad de la metáfora, es decir, en ese territorio esquivo y movedizo en el que la imaginación inteligente abre sin cesar nuevas vías al conocimiento, presentándole nuevas posibilidades de vivir, sentir o amar.

Puede que esto nos lleve a uno de los núcleos de la imagen del laberinto. Me refiero al arte y a su capacidad de sugerir, con sus imágenes, nuevas ideas. El arte, particularmente el moderno, se ocupa desde sus inicios en ese ejercicio. Ya no precisa personajes egregios para construir una fábula ni requiere materiales preciosos para elaborar una figura: el objeto más humilde puede abrir un mundo, si el artista logra tratarlo poéticamente. Esto hace Picasso al mostrarnos a su fatigada Planchadora, Goya al ponernos frente a la recepción ceremonial de La familia de Carlos IV o Luis García Berlanga con las idas y venidas del desventurado Verdugo. Todavía abundan quienes piensan que ver arte es sólo admirar obras maestras (y coleccionarlas en la memoria) o emitir un veredicto sobre sus virtudes y defectos. El arte ofrece algo distinto y quizá más arriesgado: invita a rastrear nuevas posibilidades, las que abre un poema o una imagen, impulsa a seguir esos caminos, examinar sus bifurcaciones y arriesgarse a sus asociaciones inesperadas. En pocas palabras: el arte propone entrar en un juego de laberintos. Un juego siempre ventajoso porque ensancha la inteligencia y cura la rigidez de la voluntad temerosa. El laberinto de las imágenes que en esta muestra aparece, además de en los trabajos de Mañas, en los de Paco de la Torre, Teresa Tomás, Juan Cuéllar o Roberto Mollá, es un excelente antídoto del dogmatismo. Nos dice entre otras cosas que disentir, discrepar, estar en desacuerdo no es ningún drama sino que es una de esas actitudes en la que se muestra la dignidad del animal humano.

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