Cultura

Cuando las sombras son de nácar

Ballet de la Ópera de Varsovia. Dirección artística: Krzysztof Pastor. Música: Ludwig Minkus, arreglos de John Lanchberry. Libreto: Marius Petipa y Serghei Khudekov. Coreografía: Natalia Makarova sobre un trabajo original de Marius Petipa. Dirección musical: Tadeusz Wojciechowski. Real Orquesta Sinfónica de Sevilla. Escenografía y vestuario: Jadwiga Jarosiewicz. Lugar: Teatro de la Maestranza. Fecha: Martes, 10 de enero. Aforo: Lleno.

El Ballet de la Ópera de Varsovia nos ha ofrecido una interpretación inmaculada de uno de los grandes clásicos del ballet, La Bayadère, una historia de amor de corte exótico, donde triángulos amorosos paganos, reales y divinos tienden todo tipo de lazos entre la vida y la muerte, finalmente rotos a favor de la segunda.

Esos lazos a veces toman forma de velos que concentran la atención del espectador sobre lo que ha de venir después, el desvelamiento, apuntando desde el principio (como las tensiones entre fuerzas opuestas que caracterizan al ballet clásico) al final fúnebre y feliz de este melodrama tintado de orientalismo.

Ya en 1877 Konstantin Skalkovsky llamaba la atención sobre lo poco que La Bayadère tenía de india. El trabajo del maestro Petipa apenas incorporó elementos de las danzas tradicionales del país, como tampoco lo hizo de las grandes escuelas de música indias la composición de Minkus o los arreglos y creaciones subsiguientes de Lanchberry. La mirada es la de un occidental del XIX que mira hacia un oriente que tiene un poco de todo (hieratismo egipcio, vientres desnudos de las danzas con velo, templos imposibles y rituales con fuego...) y mucho de piedra y cartón. Por eso ver La Bayadère hoy día implica necesariamente hacer un repaso de la mirada occidental y tomar conciencia del impacto de esa miarada en la historia del ballet.

Es paradigmático el uso del color en el espectáculo, particularmente en lo que respecta al vestuario de los bailarines, pues se combinan los blancos fantasmagóricos de Doré con la riqueza salvajemente orientalizante de Moreau, otra forma de llamar la atención sobre la exquisitez de la contienda entre fuerzas contrarias que marca el pulso de la obra.

Tras la pulcritud de la interpretación es evidente la mano de un director que no quiere dejar ningún cabo suelto, quizás apostando demasiado por lo seguro. Ciertamente la coreografía de La bayadère es difícil, pero los bailarines no se arriesgan en ningún momento, de tal modo que el espectáculo peca en ocasiones de corrección.

Es hermosísima la escena del reino de las sombras, el momento más abstracto de la pieza (uno de los primeros en la historia del ballet, que no es decir poco), pues se consigue sacar punta al carácter artificial de la disciplina para distinguir entre un reino y otro. Ahí es cuando los blancos alucinantes de Doré salen triunfantes.

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