Cultura

Heavy Metal en retrospectiva

  • Judas Priest, con los teloneros UDO y Blind Guardian, ofrecen un atronador concierto en el Auditorio Rocío Jurado dentro de su 'Epitaph Tour'.

Hace un tiempo los modernos empezaron a ponerse camisetas de Kiss y Iron Maiden, de Motörhead los más audaces. Un gesto meramente estético, y por supuesto irónico, que no oculta la evidencia de que el heavy es hoy, en términos de prestigio cultural, cutre, pobre, de chaval recién llegado del pueblo. Es complicado hablar de heavy metal, una música que a estas alturas se define por una paradoja fundamental: la de envolverse en la bandera de la rebeldía pero ser radicalmente conservadora. Complicado porque siempre se remonta a una especie de Año Cero en el que sus rasgos de estilo adquirieron consistencia y gravedad de norma inamovible. Todo ello -y aquí queríamos llegar- hace que asistir a un concierto de heavy metal puro y (valga la redundancia) duro supone asomarse a una especie de bucle en el espacio-tiempo.

Allí nos encontramos a UDO y Blind Guardian, que el viernes visitaron Sevilla como teloneros de Judas Priest, pioneros y creadores en buena medida del canon del género, ahora en (relativa) retirada de los escenarios que llevan pisando una friolera de años. En un Auditorio de la Cartuja que no llegó a llenarse, ante un público en el que no faltaban veinteañeros pero en el que había sobre todo veteranos de 40 para arriba, abrió la tanda el alemán Udo Dirkschneider, antiguo cantante de Accept desde hace años al frente de su propio proyecto, UDO. Él recio, muy ortodoxo y llevando su castigada garganta de 60 años al límite durante algo menos de una hora; y sus compatriotas Blind Guardian, con una concepción más sinfónica del sonido, también más técnica, más melódica y emocional, con ocasionales aires medievales y tono permanente de fábula nórdica o tolkeniana; ambos grupos, cada uno a su manera, caldearon el ambiente para los protagonistas, que aparecieron cinco minutos antes de las once de la noche.

En ese momento se encendieron las pantallas de centenares de móviles para grabar el comienzo del espectáculo, con Rapid fire. También se encendieron las luces alarma, porque Rob Halford, el legendario frontman de Judas Priest, se saltó alegremente los estribillos, de mayor exigencia vocal, aunque pronto la sospecha se disipó porque el icónico cantante, todo cuero, látex, gabardina y tachuelas, empezó a entonarse, es verdad que con el botón del delay echando humo en la mesa de controles para llenar más el espacio del Auditorio, que nunca se caracterizó por su calidad de sonido y la noche del viernes, tampoco. Pero el caso es que se vino arriba y con él la banda, que puso a pleno rendimiento el martillo pilón y despachó a diestro y siniestro los manierismos de una música que en cierto modo es un manierismo en sí misma: los solos espídicos deslizándose peligrosamente hacia el solipsismo, la exhibición culturista de doble bombo con acrobacia inverosímil de baquetas volando por los cielos, los agudos vocales de magnitud y duración épicas, los agresivos riffs entrelazados formando un muro de sonido que baje Phil Spector y lo toque: cemento armado.

Tanta contundencia, y tan a mansalva, que el resultado era entumecedor. Guitarras aplastantes, asesinas, que de tamaña saturación, al rato se volvieron romas, ruido de fondo. Sin embargo, tras Diamond & rust, una versión acorazada del tema original de Joan Baez, el concierto tomó otro aire. Un aire de retrospectiva, no sólo porque una pantalla fuera mostrando las cubiertas de los discos más emblemáticos del grupo, o porque Halford disertara de vez en cuando, didáctico y orgulloso, sobre los hitos del mismo. De la larguísima andadura del grupo, en activo desde el 69, dieron fe también -sobre todo- los sutiles pero reveladores cambios de sensibilidad en sus canciones: desde las más tempranas, aún con remotas huellas zeppelinianas, a las más -a su manera- futuristas, frías y agresivas, ya con la raíz blues extirpada de un rock centrifugado hasta su difuminación.

Judas is rising, Turbolover, Victim of changes, Beyond the realms of death y Hell bent for leather, todos ellos entre las preceptivas lenguas de fuego y apologías a la cosa motera, fueron algunos de los temas más celebrados por los espectadores, que siguieron la actuación con verdadero ardor guerrero y se llevaron la desconcertante propina de ver a Halford besando repetidas veces la bandera española como muchacho en la jura del cuartel, antes de arrancarse con unos melismas dignos de Joselito, el de la voz de oro. Ya de vuelta en su negociado, con una atronadora Living after midnight, acabó una noche de electricidad desbocada y -como dirían los clásicos nacionales- volumen brutal.

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