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Cultura

El juego de las miradas sucesivas

  • AJG presenta, seleccionadas por Regina Pérez, obras de las distintas muestras que ha acogido la galería en el último año.

Segunda mirada. AJG Contemporary Art Gallery. Pasaje Francisco Molina 17, Sevilla. Hasta el próximo día 27.

La mirada es un arma poderosa. Reveladora de miedos y osadías, de mentiras y confesiones, es también medio para aceptar e interpretar, esto es, para hacer nuestro cuanto nos rodea. Quizá, al asociar arte y vida, no hagamos sino intentar construir un mundo propio, cuando las certezas que proporcionaban la religión o la ideología desaparecen. Asumimos así en primera persona todo cuanto nos acontece y el arte, con su gama de lenguajes, actúa como orientador de nuestra condición y circunstancias. Cuando la confianza, que se concedió de modo casi exclusivo a la capacidad de raciocinio, se pone en tela de juicio, la obra de arte puede impulsar una reflexión sobre el pasado (convirtiendo en madurez el desengaño) y ofrecer nuevas propuestas con las que elaborar el presente. Pero a esta labor del artista se añade otra mirada, la del crítico, el aficionado, el espectador.

La galería AJG ha buscado en esta muestra esa segunda mirada, la de una joven crítica, Regina Pérez Castillo, ofreciéndole la posibilidad de hacer una lectura personal de las obras de las distintas muestras celebradas durante el año. La exposición por tanto surge del momento reflexivo en que un espectador empatiza con la pieza que se le presenta. Esto supone un primer contacto, superficial y lleno de ambigüedades, una torpeza necesaria que deja hablar a la obra, sobre el que la inteligencia trabajará después. Más tarde vendrá la selección de obras: no configuran un conjunto homogéneo sino más bien promueven diversos impulsos para plantear, quizá de modo sorprendente cuestiones sobre la identidad, la política o la cultura.

Así, el trabajo de Daniel Silvo (Cádiz, 1983), Sin patria, consiste en dos monedas cubanas en cuyos epígrafes, Patria y libertad y Patria o muerte ha borrado la primera palabra, patria, quedando como resultado Libertad o Muerte. La ironía consiste en que el enaltecido eslogan queda sujeto a la moneda, como si las grandes ideas existieran en tanto se sometan al valor contemporáneo más estimado o inevitable, la economía. Cualquier principio se prostituye ante el déficit, la deuda y los mercados, como sugiere cuanto nos toca vivir en estos días.

Pero no es lo mismo hablar de economía a nivel de Estado que desde el individuo. Cuanto compone nuestra identidad en gran parte viene dado como herencia del lugar de nacimiento y residencia, la cultura, el tiempo y el sexo. El individuo parece obligado a negociar sus convicciones desde ese legado. Así lo sugiere Matías Costa (Buenos Aires, 1973) con una obra que a primera vista, parece una bella postal, casi banal, en contraste con la cruel historia que esconde: el rostro de la joven china casi oculto tras la sombrilla quizás alude a la identidad perdida de cuantos, venidos del interior del país, buscan en las grandes ciudades subsistir a cualquier precio.

Manifestar que algo se oculta hace crecer el interés por descubrir el objeto. Es lo que ocurre con la obra de Almudena Lobera (Madrid, 1984), Suspense. Sus dibujos fuerzan a indagar en lo ausente: las formas (el cabello, las sábanas en desorden) conducen a las no formas, a la ausencia, núcleo de una narración. En parecida dirección, Cristina Garrido (Madrid, 1986), cuyas imágenes ocultan conocidas obras de arte a la vez que dejan pistas sobre ellas, como si indicara al espectador que, para entender, ha de ir más allá de la simple captación retiniana.

A estas alturas, la muestra aparece como una amplia reflexión sobre la mirada, sus límites y sus posibilidades, un juego entre lo que las obras ocultan y cuanto, en su mismo afán de ocultar, sugieren. Así, Guillem Juan Sancho (Canals, Valencia, 1981) presenta una limpia construcción formal pero que encierra en sus trazados arquitectónicos la memoria de edificios destruidos o proyectados y nunca construidos. Elena García Jiménez (Madrid, 1980) propone una proyección en cuya sencillez se oculta lo ilusorio y la fotografía de Francisco Reina (Sevilla, 1979) obliga a ensayar diversas narraciones posible que den cuenta de la imagen. En ese sentido, el lienzo de Roberto Coromina (Zaragoza, 1965), que abre y cierra el círculo de la muestra, deja de verse como una indagación óptica (colores, brillos y ritmos se alteran según el ángulo desde el que se mire el cuadro) para convertirse en resumen de la exposición que, en conjunto, apunta a lo que cabría llamar el trabajo del arte: seducir a la mirada para que vaya más allá de ella misma y despierte a la fantasía y la inteligencia para considere cuáles son los límites de la existencia, cómo se conforma la propia biografía, hasta dónde llega la libertad y a cuánto puede obligar la economía. La segundamirada, la del crítico, provoca así una terceramirada, la del espectador. No media obligación ni dogma: es sólo una invitación que puede aceptarse o no.

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