Cultura

Català-Roca: el aire de su tiempo

  • El Centro Cultural Cajasol acoge hasta el 9 de junio una muestra con una selección de 150 imágenes del creador catalán, piedra angular de la fotografía documental española

Francesc Català-Roca lo aprendió todo sobre la técnica fotográfica ayudando desde los 14 años a su padre, Pere Català i Pic, un creador conectado con los soviéticos experimentales y con los surrealistas, que llegó de hecho a trabajar con Man Ray, con quien compartía la pasión por componer imágenes en el laboratorio empleando trucos y gramáticas visuales inesperadas. De ahí vino Català-Roca, y precisamente esa formación privilegiada -al lado, no en vano, de uno de los grandes fotógrafos industriales del país durante esa primera mitad del siglo XX sacudido por las violentas reescrituras, o aboliciones, de las reglas del arte que significaron las vanguardias- provocó, al menos ésta es la tesis de Chema Conesa, el movimiento pendular que llevó al fotógrafo catalán (Tarragona, 1922 - Barcelona, 1998) a serlo realmente, a adoptar su mirada, justo en el otro extremo.

"Su gran legado radica en que supo unir la verdad del documento, la verdad de lo que existe sin alterarlo, con su tremendo dominio de la técnica y sus composiciones que siempre buscaban llegar lo más rápido posible al corazón", dice Conesa sobre el creador catalán, piedra angular de la fotografía documental en España y conspicuo retratista de un país que recorrió cámara en mano, en un modesto cochecito, a veces en su trabajada Vespa, en los años 50 y 60 en especial, pero también durante gran parte de los 70. Hasta 150 imágenes fruto de esa tarea que se impuso tozuda y silenciosamente (como su manera de trabajar) pueden verse ahora, hasta el 9 de junio, en el Centro Cultural Cajasol, que alberga la exposición Català-Roca. Obras maestras, comisariada por Conesa y coproducida por la Fundación Barrié y La Fábrica, con la colaboración del Archivo Histórico del Colegio de Arquitectos de Cataluña.

"Él se consideraba un profesional, huyó siempre de cualquier adscripción al arte", explica Conesa sobre la manera de Català-Roca de concebir su oficio. En su credo, determinado por una innegociable aspiración a la autenticidad, un fotógrafo actuaba como un sustractor de imágenes de la realidad cotidiana. "Vivió el momento en el que la fotografía documental experimentó su mayor explosión, los años 50. Para cuando Cartier Bresson acuñó su famosa frase del instante decisivo, Català-Roca ya se le había adelantado en realidad: él decía que el fotógrafo, el auténtico fotógrafo, lo que hace es determinar, ante la realidad que se presenta ante sus ojos, el momento decisivo para convertirlo en fotografía. Y que todo lo demás es composición y luz", explica Conesa, él mismo reputado fotógrafo.

La "gran novedad" de esta exposición, explica el comisario, es el formato en el que presentan las imágenes. "Cuando empezó a viajar por España en los 50 comenzó a trabajar con una cámara de formato medio que produce negativos de cuatro por cuatro y seis por seis, y no es que lo hiciera por un especial afán estético, lo hacía exclusivamente porque trabajaba para editoriales, y con esos cortes las editoriales podían cortar las fotos para que fuesen horizontales o verticales, según les conviniese. Este detalle redunda en su imagen de hombre práctico. Lo que pasa es que el tiempo ha demostrado que la creatividad estaba implícita en su misma forma de mirar. Y ahora, por vez primera, estas imágenes se exhiben en su tamaño original, hemos aprovechado todo el negativo, y resulta que tienen tanta fortaleza en la composición que no hace falta que sean cortadas de una forma o de otra, aunque él lo hiciera en su momento, pero sólo para adaptarse a la industria".

En las tres salas que ocupan sus imágenes -seleccionadas de entre los más de 200.000 negativos suyos que se conservan en estado "impecable", y cuya suma representa para Conesa el "mayor y mejor" testimonio gráfico existente de "cómo éramos los españoles"-, puede contemplarse uno de sus trabajos más famosos, ese en el que un policía montado a caballo, medio sonriendo a ninguna parte, aparece enfrentado en la imagen al bebé de un cartel publicitario de polvos de talco. Un cura bendiciendo a un dálmata en el día de San Antón en la Barcelona de 1955; un grupo de hombres camino del trabajo, casi todos echándose la mano al bolsillo de la chaqueta mientras bajan enérgicos, se diría que orgullosos, las escaleras de una estación de metro en Madrid; seis señoritas paseando todas ellas agarradas del brazo por la Gran Vía de la capital en 1959, otra de sus obras más conocidas; dos estampas sevillanas, una -también célebre- en la que un hombre lanza un piropo a una mujer ante policías y curas en La Campana, y la otra, con una cofradía inidentificada cruzando el Puente de Triana en 1962... Decenas y decenas de imágenes -a veces de magnéticas geometrías como la del retrato de un chiquillo observando el escaparate de una librería barcelonesa- empapadas de Historia, sólo que sin mayúsculas.

Conesa pone un ejemplo que ilustra el carácter de Català-Roca, y por tanto también el de sus fotografías: "Fue muy amigo de Dalí y Miró. Los dos quisieron que trabajara para ellos, y él eligió a Miró. Dalí le decía: si usted quiere ser un fotógrafo famoso, en vez de estas fotografías, lo que debe hacer es coger una vaca, llenarla de explosivos y hacerla estallar, y esa foto dará la vuelta al mundo. Miró le propuso todo lo contrario: usted se viene a mi estudio, hace fotos mientras yo pinto pero usted no tiene por qué interrumpirme, ni yo a usted". A Miró, dice el comisario, le gustó que Català-Roca trabajara siempre como en un "espacio de silencio". Desde ahí, con "una mirada que suele partir de un punto de vista bajo, que tiene una facilidad enorme para acercarse a la gente y que dignifica todo aquello que pasa por su cámara", construyó una obra que contiene, vibrando todavía hoy, el aire de su tiempo.

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