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El genio deshabitado

  • Talleyrand, figura de la Francia del XVIII y el XIX, se muestra como observador inclemente en sus memorias

Memorias del príncipe de Talleyrand. Charles-Maurice de Talleyrand. Trad. Jesús García Tolsa. Desván de Hanta. Barcelona, 2014. 494 páginas. 18 euros

Es posible trazar una línea de la modernidad que va desde el barón de Montesquieu al vizconde de Chateaubriand, haciendo un prolongado excurso en estas Memorias de Talleyrand, príncipe de lo mismo. Si en el barón de la Brêde es la separación de poderes aquello que se postula; si en Chateaubriand fue la monarquía constitucional, caída ya la cabeza del Capeto; en Talleyrand será un estricto posibilismo la fuerza última que gobierne sus actos. Un posibilismo, por otra parte, -y una ambición desmesurada-, que le llevó a ocupar las más altas dignidades en diversos regímenes (la revolución, el imperio, la monarquía restaurada), sin que su celebrada impasibilidad diera muestra de la menor incomodidad o asombro.

Quizá la modernidad de Talleyrand sea la propia de un hombre de Estado. Un Estado que adquiere su grave corpulencia en el XVI, con la vasta cordelería imperial de Felipe II, y que en el XVIII de Talleyrand tal vez encuentre su hora más refinada, compleja y angulosa. Hay otro hombre, no obstante, que posee una talla pareja a la de Talleyrand; una talla que no es producto del refinamiento, ni de la delicada pose principesca, sino del oscuro talento policial, que entonces adquirirá sus proporciones actuales. Ese hombre es Joseph Fouché, duque de Otranto. Stefan Zweig tiene escrita una excelente biografía sobre este genio del espionaje, Ministro de la Policía con Napoleón, cuya mayor virtud tal vez fuera una sistemática y ordenada ausencia de virtudes. Cuando Chateaubriand los encuentre del brazo en palacio escribirá: "de repente, entró el vicio apoyado en la traición". Talleyrand y Fouché, en cualquier caso, serán las dos grandes inteligencias que modulen buena parte del destino de Francia. Talleyrand, con su dominio de las cancillerías, que permitió beneficiar a la política francesa en las condiciones más adversas; Fouché, urdiendo innumerables complots, que dejaron el paso franco a sus ambiciones. Entre esos complots se encuentra el que llevó a Robespierre a la guillotina y el que empujó a Napoleón al exilio. También el que propició la muerte del duque de Enghien. Ninguno de los dos, por otra parte, se tuvo aprecio; ambos se utilizaron con frialdad en pos de un poder trufado de codicia. La diferencia es, si cabe, una diferencia instrumental o de grado. Fouché utilizó el temor, el secreto, la herramienta policial; Talleyrand, la seducción, el epigrama y el encanto.

No es el menor de los misterios que el príncipe de Talleyrand, hombre orgulloso, retraído, cojo de nacimiento, destinado a una carrera eclesiástica (fue obispo de Autun), se encumbrara por encima de su siglo sobreviviendo a la Revolución, al Directorio, a Napoleón y a Luis XVIII. Y más misterioso aún por cuanto su arma es un arma por omisión, un arma que consiste en una prolongada ausencia. Dicha arma fue la impasibilidad, su afamado hieratismo, que vino acompañado de una conversación brillante. En cierto modo, el éxito de Talleyrand fue el de permanecer al margen del juicio de los hombres, guarecido por su inexpresividad, y fortalecido por ella. Dicha inexpresividad se corresponde, en este caso, con un corazón frío y una inteligencia desdeñosa. Lo más sorprendente y notable de estas memorias (memorias que se publicaron mucho después de su muerte, por exigencia del príncipe, como explica el duque de Broglie en su Prefacio), lo más sorprendente, repito, es el juicio adverso, acerado, inculpatorio, que le merecen buena parte de los hombres que compartieron protagonismo con él durante el dilatado periodo que abarcan sus escritos. Sieyès, Fouché, Necker, el duque de Orleans, el propio Luis XVI, considerado como débil y voluble, no aumentarán en el crédito de las gentes tras la lectura de estas páginas. Lo cierto, sin embargo, es que mucho de lo atribuido al duque de Orleans podría aplicarse, en su integridad, a la avidez y la codicia del distinguido príncipe. En sus Memorias, pues, brilla una inteligencia fría, deshabitada, sinuosa, que acude al juicio de la Historia. Pero es la voz del poder, en cualquiera de sus formas, lo que aquí acontece y se relata. Esa es, tal vez, la radical, la paradójica modernidad de Talleyrand: su extraordinaria ambición, unida indiscerniblemente con el servicio a Francia.

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