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Cultura

Ciencia, paisaje y fotografía

  • Una muestra en Badajoz rescata el archivo de Hernández-Pacheco, que documentó la variedad del territorio español en unas imágenes que combinan la finalidad científica con valores artísticos.

Elementos del paisaje. Fotografías 1907-1950. Eduardo Hernández-Pacheco. Fundación Ortega Muñoz y Museo Extremeño e Iberoamericano de Arte Contemporáneo, en Badajoz (Calle Museo, s/n). Hasta el 14 de enero.

Asociamos casi siempre el paisaje a la pintura, con menos frecuencia a la fotografía y pocas veces con la ciencia. Sin embargo, allá por 1839 confluyen en el paisaje un geógrafo, Alexander von Humboldt, un fotógrafo, Louis Daguerre, y un pintor (también médico), seguidor de Caspar David Friedrich, Carl Gustav Carus.

Tan fértil alianza se cumplió cuando un científico, François Arago, propuso al Gobierno francés adquirir el invento de Daguerre y Niepce, la fotografía. Pidió en apoyo de su petición un informe a Von Humboldt. Quedó éste impresionado por la verdad de las nuevas imágenes y así lo escribió a Carus, bien conocido entonces por sus Cartas sobre la pintura del paisaje.

En España, la unión entre ciencia, paisaje y fotografía se cumple decisivamente en la obra de Eduardo Hernández-Pacheco. Una generación más joven que los pintores Rusiñol y Casas, Hernández-Pacheco nació en Madrid (1876) pero creció y se educó en Cáceres, aunque volvería a Madrid para cursar Ciencias Naturales en la universidad llamada entonces Central. En 1910 gana la cátedra de Geología de esa universidad pero antes fue profesor en el instituto de Córdoba. Ya entonces era un docente innovador: sus clases, en sintonía con la Institución Libre de Enseñanza, incluían desplazamientos a entornos naturales que fotografiaba, empleando sus positivos en cristal para proyecciones en el aula.

En Madrid, sus investigaciones, centradas en el paisaje, se dirigen a la elaboración de amplios archivos fotográficos que indagan en aspectos específicos de diversos enclaves naturales españoles. Como en esos años, segunda década del siglo XX, la geología está unida a la paleontología, Hernández-Pacheco explora, fotografía y documenta refugios prehistóricos y pinturas rupestres (como la Cueva de la Paloma y la Peña de Candamo), y no evita el documento etnográfico. Al ocupar en 1923 la cátedra de Geografía sus indagaciones se relacionan más estrechamente con la defensa de Parques Naturales a la que contribuye con la propuesta de Sitios y Monumentos Naturales, de la que es buen ejemplo El Tolmo, un enorme canto de casi 20 metros de altura en la Sierra de Guadarrama que, a sus instancias, fue declarado Monumento Natural y dedicado a Francisco Giner de los Ríos, fundador de la Institución Libre de Enseñanza. Años después, otro gran risco, en la parte superior del collado de la Sevillana, también en Guadarrama, se dedicará al Arcipreste de Hita.

Pero estas acciones de clara intención conservacionista no son el esfuerzo más destacado de Hernández-Pacheco. Las superan sus trabajos en los que de modo sistemático estudia diversas zonas montañosas, determinadas formaciones calcáreas o llanuras aluviales, como la de la vega del Guadalquivir. Distintas publicaciones, ilustradas con fotos correctas, sencillas de apariencia, dan cuenta del rigor de las investigaciones.

Sus fotografías tienen una indudable finalidad científica. Solía tomar algunas, en un primer contacto con el medio, con una cámara de bolsillo, que le proporcionaban pautas para una exploración más en profundidad, documentada con imágenes técnicamente más cuidadas. La muestra recoge una parte de esas fotos (pequeña en relación con sus trabajos) que conserva el Museo Nacional de Ciencias Naturales, junto a las diapositivas en cristal (que siguió usando en sus clases) y guarda la Complutense.

Las imágenes se amoldan con exactitud a la intención del científico pero no carecen de valores artísticos. Hay una clara voluntad documental, similar a la que se advierte en fotos de pioneros como Timothy O'Sullivan, pero esto mismo les confiere un matiz que hoy incluimos en el arte: la adecuación a una intención científica que evita toda tentación pictorialista que resultaría inevitablemente retórica. Pero junto a este valor, que llamaríamos conceptual, hay otro, muy evidente, que se podría calificar como fidelidad al paisaje. Es algo que tal vez se remonte a Vidal de la Blache. Este geógrafo francés defendía, frente a positivistas y tardorrománticos, que la visión del paisaje no era neutra sino que encerraba siempre un elemento relacional, empático, que no debía perderse. No era un efecto psicológico, sino la consecuencia de que los animales humanos, antes de contemplar un paisaje, formamos ya parte de él. Es fácil advertir en las fotografías de Hernández-Pacheco matices de esta contenida empatía. Tampoco es desdeñable otra posible influencia, la del teósofo Mario Roso de Luna, paisano, pariente y amigo del investigador.

Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que la muestra une al interés de exponer estos archivos (una suerte de memoria del paisaje de este país) el atractivo de estos valores artísticos que deberían ser acicate para iniciativas más ambiciosas, como la Mission Photographique de la DATAR que reunió dos millares de imágenes de Francia, mostrando la variedad de su territorio.

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