El poliedro

Un ministraincómoda

El cubo de Rubik autonómico se demuestra una bomba de relojería con el conflicto del agua

LAS familias grandes corren un riesgo máximo de disgregarse y tirarse los trastos a la cabeza cuando los recursos comunes están en liza, y el conflicto se verá acentuado si no existe una organización y un mando claro, con lo que surgirán facciones, alianzas cambiantes y gladiadores dispersos en la arena política. Si la familia es en realidad un tambor de lavadora en el que giran y se rozan dicesiete familias con sus respectivos patriarcas y normas, y el recurso que origina la disputa es el básico para subsistir, la guerra está servida: la guerra del agua en el cada vez más ineficiente e ingobernable poliedro autonómico español. Por ello, hacer política de Estado con el agua desde un ya fagocitado y diluido ministerio de Medio Ambiente era una apuesta perdedora. Coherente, valiente, precisa, eficaz, comprometida y, por todo ello, incómoda, Cristina Narbona ha salido por la más grande de las puertas de atrás en esta extraña reestructuración de Gabinete que hemos conocido esta semana. Si no se trata de un mero puzzle de componendas y compromisos, el diseño del organigrama ministerial -como el de cualquier organización- es consecuencia directa de la estrategia, es decir, del plan primario. O sea, que un Minsiterio de Medio Ambiente con una cabeza que pretende hacer lo que el programa de Gobierno asumió como compromisos es una mosca que molesta en las partes sensibles: el agua, el urbanismo salvaje en la costa, la energía, los compromisos incumplidos -ni verdaderas ganas de cumplirlos- de Kioto. En la base de la decisión de Zapatero está sin duda que desea eliminar escollos -véase las exigencias de planes de impacto medioambiental de aves y carreteras- en la expansión de las obras publicas con la que se pretende paliar el parón económico y de empleo, y también probablemente subyace la voluntad de converger con la política hidrológica PP, e incluso la recuperación del debate nuclear. Pero el agua es, seguramente, el asunto clave. Que, con el maremágnum estatutario, los excesos, los intereses confrontados y la sequía, tiene muy mala solución.

Hagamos el ejercicio de delimitar qué es y qué no es en este peliagudo asunto que provoca tanta urticaria. Por ejemplo, no es lo mismo desviar permanentemente agua de un río -lo que reclaman Valencia y Murcia con el Ebro- que tomar circunstancialmente ciertas cantidades de agua. Y no es lo mismo, como pasa con la ciudad de Barcelona, proveer que la gente beba que destinar agua a la agricultura, que consume casi un 80 por ciento del total. También es más grave que se pierdan los árboles para siempre -es horripilante mirar Murcia y el Levante en Goolge Earth- que que se pierda una cosecha. No es igualmente justificable dar agua a una región que hace esfuerzos para reducir el consumo que dársela a otras que pierden casi la mitad por tuberías rotas y que no hacen esfuerzo alguno por introducir sistemas de riego eficientes y sigan autorizando regadíos (véase, de nuevo, Valencia y Murcia). También Valencia y Murcia -donde confluyen dos circunstancias: estar gobernadas por la oposición al Gobierno actual y, en el caso de Valencia, ser la patria chica de la vicepresidenta De la Vega- han dificultado la puesta en marcha de desaladoras, e incluso las han paralizado, de forma que ese logro ambiental no sea rentabilizado en votos. Hablando ya de nosotros, que alguien me diga cómo se come que un estatuto de autonomía -los estatutos en su conjunto son una desastrosa bomba de relojería- quiera arrogarse la gestión de un río que, de forma mayoritaria o no, pasa por dos comunidades, como el Gualdalquivir; o el Ebro para Aragón.

En todo este cubo de Rubik no hay quien ponga orden de una vez por todas, y hay que ir navegando, de acuerdo, pero es una pena que no tengamos a los mejores timoneles, sino a los más maleables y fieles. Y discúlpenme el candor.

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