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la tribuna

León Lasa

Globalización: la gran estafa

1Desde hace unos años se acumulan, por desgracia, las noticias económicas negativas. Y lo que es peor, no se vislumbra en el horizonte un cambio esperanzador en los países europeos del sur. Bien es cierto que en otros, en los protestantes del norte, la situación por ahora es mejor, o eso dicen las cifras macroeconómicas, pero soy de los que piensan que es cuestión de tiempo -tres, cinco años- que la marea del desencanto llegue también a ellos con contadas excepciones, como quizá las naciones escandinavas por sus poblaciones reducidas y la riqueza de sus recursos naturales. En nuestro caso, unos años obscenos en la llevanza de las cuentas -me refiero a todos: administraciones, empresas, familias…-, y unas burbujas a las que también todos hemos contribuido, han acelerado el desastre. Pero no es menos verdad que nuestros problemas, los europeos en general, van más allá de esas circunstancias coyunturales. Se oye decir con frecuencia que "están" arrasando el Estado de bienestar, un estilo de vida basado en seguridades y certezas, que tantos esfuerzos ha costado construir. Pero deberíamos también preguntarnos hasta qué punto no somos cada uno de nosotros a título individual responsables de ese marasmo. Porque, aunque nos cueste verlo, o no queramos darnos cuenta, es difícil comportarnos de una manera como consumidores, de otra completamente diferente como productores, y pretender que ello no vaya a tener ninguna consecuencia en nuestras vidas más pronto que tarde.

2. La globalización, tan ensalzada en los medios, es como una bomba lanzada por otros que finalmente nos ha estallado en la cara. O, como escribió alguien hace unos años, un engaño parecido a aquel en el que cayeron los indios taínos cuando regalaron sus paraísos a cambio de unos espejitos de colores. Sonreímos con suficiencia sin darnos cuenta de que hemos cometido la misma estupidez. Decía Keynes, tan de moda últimamente, que "las ideas, el conocimiento, el arte, la hospitalidad y los viajes, ésas son las cosas que, por naturaleza deben ser internacionales. Pero produzcamos las mercancías en casa siempre que ello sea razonable y prácticamente posible." Porque, pensemos por un momento, si principalmente consumimos productos low cost, manufacturados en condiciones social y ecológicamente deplorables, ¿no terminaremos importando también un estilo de vida, de trabajo low cost? Algunos nos tememos que sí. La globalización, la ausencia de barreras comerciales de ningún tipo, muy aclamada por los voceros del capitalismo, no significa otra cosa que poner a competir, en una espiral sin escrúpulos ni límites, a toda la población asalariada mundial. Una subasta a la baja. En un primer estadio de ese proceso los europeos nos hemos beneficiado de un sinfín de cachivaches a precios de saldo; pero ahora empezamos a conocer las consecuencias: deslocalizaciones empresariales o condiciones de trabajo cada vez peores. Nos estamos, por desgracia, vietnamizando. Y lo peor de todo, hemos contribuido a ello. Y tiene razón Arnaud Montebourg, el ministro de Reindustrialización francés, cuando indica que ante este marasmo "las élites económicas y políticas se han encerrado en su confort, en su globalización feliz, protegidas por su cultura, sus viajes y sus seguridades financieras". La globalización empieza a hacerse evidente, beneficia a unos pocos, a quienes disponen de los recursos, del capital, de los medios; pero perjudica a una mayoría, a aquellos que ven como, tras años de conquistas sociales, se ven abocados a competir con trabajadores semiesclavos.

3. No debemos seguir engañándonos durante más tiempo. Nunca podremos, por mucho que se abaraten nuestros salarios, por mucho que empeoren nuestras condiciones de trabajo, competir con las economías emergentes. Jugamos en desigualdad de condiciones porque nos "empeñamos", al menos de momento, en respetar determinadas reglas: leyes medioambientales, medidas de seguridad e higiene en el trabajo, jornadas limitadas en el tiempo… ¿Por qué si somos tan estrictos con nosotros mismos, con esos requisitos, no lo somos con las condiciones en que manufacturan los productos que importamos? ¿No forma parte de un ejercicio de cinismo, de hipocresía social que, además se ha vuelto contra nuestro estilo de vida? ¿Nos paramos a pensar quién y cómo ha fabricado esas zapatillas de deporte made in China que calzamos mientras protestamos con silbatos y banderitas contra los recortes? Reivindiquemos un proteccionismo moderno, ecológico y social que exija el respeto a unas mínimas reglas de juego. Europa no debería importar esas condiciones de vida, sino tratar de exportar nuestras formas de producción. Aunque suene a quimera, sin duda; y aunque los gadgets o los melones nos cuesten un poco más. Pero no hay otra.

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