DE los datos difundidos ayer por las universidades de Sevilla y Pablo de Olavide sobre la puntuación media obtenida por los distintos centros de Enseñanza Secundaria en la última convocatoria de Selectividad se extrae una inquietante conclusión: la brecha entre la educación privada-concertada y la pública crece cada vez más. De hecho, los ocho primeros centros que encabezan la lista son de titularidad privada y hay que esperar al puesto noveno para ver aparecer un instituto público. Lejos de explicaciones demagógicas que achacan a la educación privada una tendencia a hinchar las notas de sus alumnos por motivos crematísticos, lo cierto es que estos resultados nos ponen frente al problema del progresivo deterioro que ha ido sufriendo la calidad de la educación secundaria pública durante unas décadas en las que, paradójicamente, se han invertido cantidades astronómicas antes nunca soñadas. Si, en los años setenta y ochenta, los institutos de enseñanza media eran instituciones prestigiosas que garantizaban a sus alumnos una contrastada calidad de enseñanza muy superior, incluso, a la mayoría de los centros privados, hoy nos encontramos con el desolador panorama de unos centros en los que los mismos profesores reconocen su impotencia ante la caída en picado de esta calidad e, incluso, de los viejos y añorados valores de respeto y educación tan caros a la vida académica. Las razones de esta debacle son múltiples y complejas y están muy vinculadas a los cambios sociales y económicos que ha experimentado España con la llegada de la Democracia. Sin embargo, cada vez parece más claro que un cierto adanismo pedagógico de corte progresista se ha empeñado en convertir a los institutos públicos en lugares de experimentación de teorías supuestamente igualitarias que, por contra, están acabando con la única esperanza que muchos jóvenes de las capas más desfavorecidas tienen de mejorar económica y socialmente en un mundo cada vez más competitivo. Ejemplo de este buenrollismo pedagógico fue la desaparición en su día de la figura del catedrático de instituto tomando por excusa una democratización del profesorado que lo único que trajo fue una mayor mediocridad a los seminarios de los institutos. Esta figura, a caballo entre la universidad y la enseñanza media pública, permitió que cualquier estudiante, por pobre que fuese, pudiese disfrutar del magisterio de figuras como Antonio Domínguez Ortiz o Antonio Machado, todo un lujo con el que hoy no se podría soñar. Quede claro que no es una cuestión de más fondos económicos, como cree cierta izquierda, sino, sobre todo, de volver a los grandes principios de la enseñanza de calidad: exigencia y reconocimiento del mérito, algo que no está reñido con la igualdad.

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