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Rafael / Padilla

Una profesión maldita

HACE unos días, la OCDE publicó su informe Schools for 21st-Century Learnes, en el que analiza la situación de la educación en diversos países, con singular atención al papel que desempeña la figura del profesor en sus respectivas sociedades. Como era de esperar, nuestros resultados son malos: los maestros españoles se muestran más pesimistas que sus colegas de la OCDE, en especial en todos aquellos aspectos que tienen que ver con la disciplina y con la capacidad del docente para interesar al alumno.

De esa comparativa resulta un profesorado, el nuestro, desmotivado, desbordado, falto del imprescindible reconocimiento general. Están, al menos ellos así lo sienten, infravalorados, solos e inermes frente a la magnitud de un problema que, no lo olvidemos, marcará, en su buena o mala resolución, el signo de las generaciones futuras.

Si lo más importante para el éxito de la enseñanza es la calidad y el ánimo de sus maestros, nosotros estamos fracasando: prácticamente no hay medida que avance en esa línea, que ponga el acento en la función básica del profesor como eje absolutamente fundamental del proceso. Y miren que no es cuestión de medios. En otro de sus informes, Education Policy Outlook 2015, la propia OCDE señala que la ratio de estudiantes por profesor española está por debajo de la media, que los salarios de nuestros profesores son competitivos y que, tanto en Primaria como en Secundaria, las horas dedicadas a la enseñanza son las adecuadas. Entonces, ¿de dónde tan perfecto desastre? Pues más que probablemente de una filosofía educativa disparatada, en caída libre desde la funesta Logse de 1990.

Luisa Juanatey, profesional de larguísima experiencia, en su libro Qué pasó con la enseñanza. Elogio del profesor, subraya los síntomas fundamentales del despropósito: la depreciación de la idea de autoridad, el descrédito de la memoria, la horizontalidad impuesta en las aulas, la falta de autonomía del enseñante, la repulsa que provoca la noción de esfuerzo, el imperio de pedagogos pintorescos, la actitud hostil de los padres, la moda de no poder contrariar a los críos, el invento de la docencia como diversión, el exótico derecho al aprobado incondicional, tantas y tan graves estupideces que conforman el hoy de una escuela inútil, decepcionante y decepcionada.

La profesión más hermosa del mundo se está convirtiendo en una profesión maldita. Y lo peor es que a casi nadie parece importarle demasiado.

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