DERBI Betis y Sevilla ya velan armas para el derbi

Cuchillo sin filo

Francisco Correal

Juanita

LA enterraron como a una reina. Llevaron su féretro a hombros desde la basílica de la Macarena hasta el cementerio de San Fernando. Fue emocionante asistir a esa ascensión al firmamento de la memoria en volandas de torería. Sus canciones forman parte de nuestra historia y son mucho más rigurosas como arcano colectivo que los más sesudos informes sociológicos. Juanita Reina nunca dijo todos y todas o andaluces y andaluzas. El Santo Oficio de la cursilería la reprobaría por retrógrada y misógina, pero el pueblo llano, jurado popular y soberano, pediría cantando y bailando su absolución. Hubo un tiempo en el que en lugar de psiquiatras había tonadilleras que recetaban por la voluntad pastillas para la dicha eterna, ésa que dura un instante, pues no se conoce otra medida de la eternidad.

Juanita Reina nació en la sevillana calle Parras, que es tranquila todos los días del año salvo el amanecer de la Madrugá en el que viene de regreso la Macarena, mecida en el Swing María que cantaba Silvio por su cuadrilla de costaleros. Los mismos que llevaron a Juanita Reina allende la muralla aquel día de hace diez años en el que ya el azahar empezaba a hacer la campaña electoral de la primavera. Durante algunos años, todos los días lectivos yo pasaba por esa calle Parras para llevar a mis hijas a la guardería de Alfonsa. Una calle con misterio. Primero llevaba a Andrea, que ahora tiene los años que le han arrebatado a Marta del Castillo. Después a su hermana Carmen. Es una calle con misterio que arranca con el bar de Gonzalo, especialidad en alitas de pollo, vinos de pitarra y poemas espontáneos colgados en la pared. En la acera de enfrente hay una carbonería con un carbonero que un día me pidió el currículum cuando fui a hacerle una entrevista. No le conté que en mi currículum está haber entrevistado unas cuantas veces a Juanita Reina, madre de un periodista que conoce el cine de Lars von Trier y de Jim Jarmusch.

En el centro de la calle Parras estaba La Bolera, un bar que era un cine de verano sin pantalla. Aquel verano del 94, con mi hija Andrea en la playa con su abuela y Carmen con apenas dos meses, la dejamos prácticamente en pañales del calor tan espantoso que hacía. Había moscas danzando en torno al televisor en el centro del patio que daba el Rumanía-Argentina del Mundial de Estados Unidos. Allí está la casa de Enrique Pavón, el rey de los derribos. Romero Murube, el conservador del Alcázar, llegó a llamarlo el verdugo de Sevilla. En la puerta de su casa, la aldaba de la Universidad obtenida en uno de sus expurgos. Juanita Reina era asidua de esa casa, un palacio de remiendos que se vestía de gala cuando volvía la Macarena junto al arco.

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