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LA presunción de inocencia es un principio básico del Estado de Derecho. Todas las personas son inocentes mientras no se demuestre lo contrario. Nadie puede ser condenado en un sistema democrático sino mediante un juicio justo basado en pruebas obtenidas siguiendo los procedimientos legales de modo estricto. Lo contrario es propio de las dictaduras y los regímenes totalitarios. Desde hace años, conforme se configura una sociedad televisiva y frívola y los medios de comunicación se irresponsabilizan, esta premisa básica de la democracia está siendo vulnerada de manera constante. Basta con que una persona sea imputada por un juez para que los indicios de delito que sobre ella recaen la conviertan rápidamente en culpable a los ojos colectivos. Muchos individuos sufren la pena de banquillo que permite a millones de ciudadanos condenarlos de antemano; cuando el juicio al fin se celebra y salen absueltos, nadie se acuerda de las falsas acusaciones, pero el daño a su imagen y a su honor ya está perpetrado. En los últimos años, ante la feroz lucha de las televisiones por la audiencia, aunque sea basada en el morbo, ha surgido también la pena de telediario: a cualquier imputado se le colocan unas esposas y se le saca en el telediario entrando a comparecer ante el juez correspondiente. Eso le proporciona un asomo de culpabilidad que para muchos es suficiente. Se cometen graves injusticias con estos hábitos de la sociedad mediática. Es lo que le ha ocurrido a un joven vecino de Canarias, apresado y acusado, cuando no condenado socialmente, como presunto autor de la violación y asesinato de una menor, hija de su compañera sentimental, hasta que el juez ha podido establecer que las heridas mortales de la niña, de tres años, se las había causado en un accidente de juego. El muchacho ha sido puesto en libertad, naturalmente, pero nadie podrá resarcirle del daño que se le ha hecho a causa de una negligencia del médico, que alertó de unos malos tratos que no existieron. La querella anunciada contra el médico no será suficiente para restaurar el honor dañado del falso culpable. Es la sociedad la culpable real de este desaguisado.

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