La tribuna

José Manuel Cansino Muñoz-Repiso

La financiación pública de la cultura

ALGUNA gestión privada de una empresa cultural beneficiaria de importantes subsidios públicos junto a unas recientes jornadas universitarias sobre la industria cultural andaluza, justifican un análisis económico de la financiación pública de la cultura.

Dos trabajos fundamentales publicados en el Journal of Cultural Economics permiten manejar argumentos de interés.

En 1991, Don Fullerton reconoció la existencia de un profundo desacuerdo entre quienes justifican la financiación pública de la cultura y quienes entienden que debe ser el libre mercado quien se ocupe de atender la demanda de cultura.

Los que justifican el subsidio público de las artes se basan en su valor inherente para el desarrollo cultural de la sociedad, su contribución a la educación de los niños y su disfrute por los ciudadanos.

En la posición contraria se sitúan quienes creen que el libre mercado funciona razonablemente bien y que puede por sí mismo, con escasa interferencia pública, ocuparse de suministrar eficientemente a los ciudadanos los bienes culturales que demanden, sin subsidios.

Los primeros entienden que la protección pública de las artes proporciona prestigio nacional, beneficios educativos, enriquecimiento cultural y otros placeres ilimitados asociados a su valor estético inherente. Los segundos entienden que otros tipos de bienes también producen efectos similares, por lo que la cuestión quedaría planteada en los siguientes términos: ¿por qué debe el sector público financiar la cultura y no las otras actividades que también reportan beneficios sociales?

La aportación de Fullerton consistió en introducir el argumento de que las artes producen externalidades positivas: pueden producir prestigio internacional (aunque reconoce que otros bienes privados como fabricar buenos coches, ordenadores, etc., también), pueden atraer turistas y otros negocios, las generaciones futuras no tienen voz en la demanda actual de cultura y el sector público, con sus subsidios, se ocupa de garantizar el legado cultural, realizan una importante función educativa y, dado que los humanos necesitamos expresar nuestras emociones, mejor hacerlo a través del arte que de otras formas violentas.

Sin embargo, Fullerton concluyó que no hay un argumento aplastante que justifique la financiación pública de la cultura, pues sus efectos externos se producirían igualmente si el apoyo financiero viniera del mecenazgo privado.

El segundo trabajo de interés es del economista español Andreu Mas-Colell, que se preguntó si debían ser tratados de manera diferente los bienes culturales mediante la "excepción cultural", imponiendo medidas restrictivas a la importación.

Mas-Colell hace una distinción muy interesante entre la protección frente a las importaciones de la producción nacional de bienes culturales y la protección de la producción de cultura nacional.

Como economista, encontraba algún argumento a favor de la segunda protección, pero no tanto a favor de la primera, por cuanto se acogía a la conocida teoría de las ventajas comparativas en el comercio internacional. Sin embargo, aun mostrándose proclive a la protección de la producción de cultura nacional, reconoce que quedaría sin resolverse el problema de qué constituye la cultura nacional.

Por todo ello concluyó que había que ser prudente a la hora de apelar a la financiación pública de la cultura y nunca perder de vista los costes en los que se incurre cuando, en lugar de destinar los fondos públicos a otros sectores productivos, se destinan a subsidiar la cultura.

Pese a las reservas con las que los economistas abordan la cuestión de la financiación pública de la cultura, el hecho cierto es que el volumen de recursos públicos destinados a bienes culturales es elevado.

Para entender esto hay que tener en cuenta el presupuesto es una decisión política y no científico-económica.

A veces, al ciudadano de a pie le da la impresión de que el gobernante vive como Macbeth en la tragedia de Shakespeare, preso siempre del miedo de quienes pueden derribarlo, y por ello, con el presupuesto, premia a unos más que a otros, y no necesariamente a los mejores sino a los potencialmente rebeldes, tejiéndose a veces, una red clientelar que acaba conformando una sociedad progresivamente ocupada por la política sin apenas espacio para la sociedad civil.

Se llega a confundir cultura con adoctrinamiento y creatividad con provocación ramplona. El arte deja de ser un lugar de encuentro entre las personas para ser uno de enfrentamiento en el que unos de los contendientes juega con la ventaja de disponer del dinero de los contribuyentes.

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