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La tribuna

Miguel Benítez

¿Excelencia o mediocridad?

VOLVÍAME satisfecho de una fructífera estancia de dos años en la Sorbonne, cuando topeme de nuevo con la ruda realidad patria. Recuperadas mis clases, un escrito de mi vicedecana de Innovación Docente y Calidad me recordaba una norma, aprobada en Consejo de Gobierno de 20 de septiembre de 2009, que estipula que los alumnos no tienen obligación alguna de asistir a clase, de manera que su inasistencia no podrá "puntuar negativamente en la ponderación de la calificación final".

Confieso que no daba crédito a mis ojos. Debo decir antes de continuar, ciertamente avergonzado, que durante mis largos años de docencia he impuesto a mis alumnos la asistencia a clase. Consciente de la autoridad, científica como moral, de la institución que ha aprobado esta norma liberalizadora, no podía escapar a la sensación de haberlos sometido a un abuso intolerable y me hacía ya un decidido propósito de enmienda. Por fin, me decía, nuestros sesudos gestores se han dado cuenta de que la institución no sirve para gran cosa y de que se podrían hacer grandes economías en estos tiempos de crisis obviando la relación profesor-alumno.

Alguno quizás podría pensar que tanto valdría, en ese caso, echar el cierre a la Universidad, con o sin campus de excelencia, en una especie de "reconversión científica". En realidad, esta heroica medida no sería necesaria: los profesores, parapetados tras el muro de defensa cuidadosamente fabricado por el Ministerio, que concede a todos sin excepción una misma (es decir, una excelente) capacidad docente e investigadora, darían los títulos a voleo, determinado, claro está, en última instancia por la pasta: los ricos serían ingenieros o arquitectos; los nacidos en humilde cuna, filósofos.

Frecuento universidades e instituciones científicas en todo el mundo, excelentes, buenas y menos buenas. No conozco, sin embargo, ningún caso parecido de sabotaje contra la propia institución propiciado por sus gestores. En el peor de los casos, en las malas universidades, las autoridades pueden mirar para otro lado en caso de absentismo estudiantil, obligadas, si se quiere, por fenómenos como el de la masificación. Pero, ¿cómo puede una universidad otorgar explícitamente a sus estudiantes un supuesto derecho de no asistir a clase?

Mi hijo hizo sus estudios de ingeniería en Coventry, en una universidad pública, en la que las autoridades escribían a los estudiantes que faltaban a clase para interesarse por sus posibles dificultades y recordarles de paso sus obligaciones. Y mi hija hace actualmente un máster en Harvard, y va a clase cuando tiene que ir, a trabajar conjuntamente con sus profesores y con sus compañeros, para formarse en la práctica de un oficio que justificará su papel en la sociedad. Por ello se me ocurre que quizás el acuerdo de la Junta de Gobierno de la US pudiese ser un tremendo error, adoptado, eso sí, con la mejor buena fe del mundo, impulsado sin duda por el sano principio jesuítico de que el fin justifica los medios, pues no cabe imaginar sino que la norma aludida persigue pacificar para la eternidad las relaciones de las autoridades universitarias con los alumnos.

¿Quiere decirse con ello que quizás debiera la US obligar a sus alumnos a asistir a clase? Las cosas me parecen un poco más complejas. En mi opinión, los gestores de la US sólo podrían imponer esta obligatoriedad después de asegurarse de que no frecuentan sus aulas profesores que dictan apuntes a sus alumnos, o les hacen leer por turno en clase un libro, o aseguran con suficiencia que los estudiantes deben conocer los rudimentos de su cosa, compilados en un manual de tropecientas páginas, o tanto vago hiperactivo que abre el curso académico ofreciendo generosamente un aprobado general sin contrapartida alguna y dedica su tiempo a montar en la propia Universidad actividades paralelas, más o menos esotéricas, que acaso podrían incluso dejar algún sobresueldo en el bolsillo...

Pero, ¿qué me digo? ¿Cómo sería posible encontrar esta fauna en "una universidad con sello de Excelencia Internacional", como dice, con prosa exultante, nuestro rector? Siendo las cosas así, como no podría ser de otro modo, ¿cómo entender, entonces, que se permita a los alumnos desaprovechar tanta sabiduría? Sugiero, pues, humildemente, que nuestros sesudos gestores se abstengan de elaborar normas en esta materia en ningún sentido, dejando así el campo libre a la lógica propia de la institución; de ese modo, aquellos profesores interesados realmente en su oficio podrían establecer con sus estudiantes una relación propia de universitarios dignos de ese nombre, de una y otra parte.

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