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La tribuna

Rafael Rodriguez Prieto

Democracia para todos

POR qué no querer para nuestros vecinos lo que deseamos para nosotros? Una corriente de sorpresa e incredulidad ha recorrido los medios de comunicación y la opinión pública española en las últimas semanas. Durante décadas, los gobiernos europeos, incluido el español, han avalado a esos dictadores que están siendo cuestionados por su propio pueblo. Europa ha cultivado relaciones con gobernantes que consideran a su población súbditos antes que ciudadanos, mientras se dedicaban a dar lecciones sobre derechos humanos a otros estados (por ejemplo, a Israel). Existen muchos ejemplos. El más que entusiasta respaldo al dictador Mohamed VI de Marruecos, mientras se da la espalda a los saharauis, o las privilegiadas relaciones con gobiernos de Libia, Túnez, Siria, Arabia Saudí o Irán.

El discurso oficial era el apoyo a la causa árabe -término ya de por sí ambiguo e inexacto-, sin importar las circunstancias que concurrieran en cada caso. Curiosamente, se defendía el entendimiento con estos estados, a la vez que se amputaba del discurso cualquier referencia al diálogo en el interior de esos mismos países. Se consideraba como legítimos portavoces de las inquietudes y expectativas del conjunto de las personas a cualquiera de las familias que se reproduce en el poder con la bendición del FMI y de tantos gobiernos occidentales. Si se planteaba alguna crítica, se privilegiaba el relativismo cultural y, por tanto, la tolerancia con cualquier práctica engendrada en una tradición civilizatoria diferente a la nuestra. La sumisión de mujeres, el ataque a los homosexuales o a minorías podían no ser compartidos, aunque sí comprendidos. Estos argumentos les conducían a dar por sentado el famoso marco del "choque de civilizaciones" que el académico norteamericano Samuel Huntington formuló después de la caída del muro de Berlín.

Resultaba curioso ver a gente que abominaba de las tesis conservadoras usar el mismo tipo de marco conceptual para analizar las relaciones con los países árabes y del norte de África. En esencia, Huntington mantenía una visión simplista de la identidad, que la hacía dependiente de la religión como elemento aglutinador de la colectividad. En su análisis no cabían ni las relaciones de dominio, ni las diferentes interpretaciones de los mismos textos sagrados, ni la hegemonía de unos sobre otros, ni, por supuesto, cualquier consideración sobre la clase social, género o cualquier otro tipo de filiación que hiciera de la identidad algo plural. Los analistas progresistas sólo parecían querer escuchar la única y homogeneizadora voz que procedía de los micrófonos oficiales en los fastuosos palacios o en la cenas de Estado.

Todo ello se ha desquebrajado. Siempre lo estuvo, pero hoy emerge con la claridad con que las personas de todo espacio y tiempo han reivindicado algo tan sencillo y común como la justicia social y la libertad. La gente quiere comer tres veces al día. Reivindica hospitales, una buena educación para sus hijos y un buen retiro para cuando les llegue la vejez. También aspiran a ser libres para expresar sus ideas sin temor a ser acusados de traidores. Incluso habrá alguno que ose practicar un credo distinto o ninguno sin tener que dar explicaciones o ser torturado por ello.

¿Por qué negar la posibilidad de elegir? Últimamente se ha abierto paso la idea del mal menor. Por muy perversos que fueran o sean estos sátrapas, dedicados a sus cuentas en Suiza y a reprimir a cualquier súbdito díscolo, siempre serán mejores que los integristas musulmanes. La inmigración política y sobre todo económica, los presos políticos o los asesinatos perpetrados por los gobernantes amigos no son otra cosa que un mal menor en beneficio de nuestra seguridad. Y es que nuestros políticos también practican el paternalismo. Sin embargo, este argumento es sólo una forma de justificar la avaricia de empresas transnacionales, a las que poco importa el bienestar de estos pueblos. Lo importante son los negocios y tener contentos a los accionistas. Sabemos que es así; al menos que no insulten nuestra inteligencia con la retórica del miedo. Además, nadie está en condiciones de garantizarnos que estos "amigos de Occidente" no financian al mismo tiempo a los que ponen las bombas en metros, edificios o estaciones con el práctico fin de que les dejen en paz. Hasta los repugnante talibanes tuvieron su idilio con Occidente que les consideró "luchadores por la libertad".

Se invierte en seguridad con muchísima más eficacia cuando se garantiza el pan para la gente antes que los tanques para los dictadores. Como alguna vez dijo el gran Joan Manuel Serrat "puestos a escoger, prefiero al sabio por conocer a los locos conocidos (…) y la revolución a las pesadillas". Hoy se abre una vía de esperanza. Un sendero difícil de transitar, asentado sobre dos ideas: a la gente no se la puede engañar ni reprimir para siempre y la multitud organizada puede transformar sus sociedades.

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