la tribuna

Manuel Bustos Rodríguez

Cuaresma para hoy

LA Cuaresma no es sólo una llamada a la penitencia y a preparar la Semana Santa y la Pascua, como manda la tradición. Es también una invitación al hombre a reflexionar sobre su condición: en esto estriba a mi entender su modernidad. A pesar de las diferencias, todas las grandes culturas han coincidido históricamente en una cosa: su conciencia de las limitaciones humanas y, por tanto, su confianza en alguien, con más poder, capaz de paliarlas, de salvarlo y de conducirle a una vida de plenitud y felicidad.

La Naturaleza con su fuerza, las enfermedades y la muerte, al mostrar periódicamente al hombre su pequeñez, su fragilidad y menesterosidad, lograban bajarle los humos. Y otro tanto producía, desde un plano distinto, la contemplación de la inmensidad del cosmos. De esta manera, la confianza que pudiera haber depositado en su poder y su capacidad (racional o física) experimentaba una cura de humildad, a la vista de su incapacidad para resistir un terremoto o un fuerte temporal, controlar el paso del tiempo o burlar la muerte, sobrevenida a veces con carácter masivo. O remitía asimismo ante la grandeza del cielo estrellado. Entonces, su esperanza, innata al ser humano, viajaba en forma de plegaria o de rito propiciatorio hacia ese otro Ser, superior a él, a quien transfería la confianza, que después de la traumática experiencia vivida o ante el esplendor de lo contemplado, no podía ya depositar en sí mismo.

Tal ha sido también la característica de nuestra cultura occidental durante siglos: tras los excesos antropocéntricos, de confianza humana, venía el contrapeso de los tiempos teocéntricos, de confianza en Dios. Así ocurrirá entre el Medievo y el Renacimiento, o entre éste y el Barroco. Sin embargo, no es menos cierto que Occidente se ha caracterizado a la vez por un progresivo endiosamiento del hombre, por medio de la ciencia, la técnica y la razón, y que este paso ha ido acompañado del avance de la increencia, hasta prescindir de Dios o negar su existencia.

¿Qué relación tiene la Cuaresma con todo esto? Pues el significado que aún debe conservar para el hombre de hoy: un tiempo de preparación a la llegada de quien viene a salvarlo y abrirle el horizonte de la vida eterna. En otras palabras, el reconocimiento de sus grandes limitaciones, de su precariedad, de su ansia de Dios. Evidentemente, este mensaje, reiterado por la Iglesia cada año sin desfallecer, resulta a los ojos del emancipado y escéptico ciudadano de nuestros días algo anacrónico. ¿Acaso, se suele pensar, no es el propio hombre quien ha de proveer, mediante sus conocimientos, a su bienestar psíquico y material? ¿No ha conseguido ya, y así continuará, soluciones para la mayoría de sus problemas? ¿No es este el mensaje que se nos lanza, casi a diario, desde los medios de comunicación, los gobiernos y sus ministerios?

Ni la experiencia de sus limitadas fuerzas en el ámbito personal y colectivo sirve para arredrarlo. A diferencia de nuestros sensatos antepasados, tiende a conjurarla mediante una huida hacia adelante, que, a medida que se acelera, parece hundirlo cada vez más en el vacío de su impotencia o prenderlo en la red del autoengaño. La escapada en que se ha convertido para nosotros la Semana Santa constituye una prueba cierta de esta fuga irreal, reiterada, que sustituye la reflexión por el ocio y el entretenimiento.

Sabemos, en efecto, que hay muchas cosas que no controlamos y escapan a nuestro poder y sabiduría; pero, cual si de la reedición del mito de Babel o de Prometeo se tratase, continuamos empeñados en arreglarnos la casa sin contar con el constructor. Es como si, metidos en camino, no mereciera la pena el plantearnos la vuelta a la salida, o siquiera rectificar el itinerario. Dados ya ciertos pasos, a veces costosos y trasgresores, más vale no deparar en las consecuencias y seguir adelante. El dogma del progreso indefinido, hoy ya un tanto periclitado, sigue siéndonos útil para justificar esta actitud.

Por eso la Cuaresma es un tiempo a contrapelo, que invita a la reflexión, a la conversión y, si preciso fuese, a la rectificación. Y lo que es aún más importante, nos remite a un Salvador, crucificado y resucitado, y no a nuestro Estado del bienestar, ni siquiera a nuestros propios recursos técnicos, como artífices de liberación y felicidad. Nos llama a descentrarnos.

Reconocer nuestra precariedad, sin declinar por ello nuestra ansia de una vida mejor ni sumergirnos en la desesperanza, significa para nosotros llevar a cabo una sensata cura de humildad, más difícil de lograr cuanto más ensoberbecidos estemos en nuestra capacidad de proveer a todo. Pero, eso es, en definitiva, lo que significa la Cuaresma: un tiempo, hoy más necesario que nunca, para abajarse, para reconocer que es otro quien salva y libera, a quien debemos escuchar. Aquí está la clave.

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