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Fernando mendoza, arquitecto

"La época de los grandes proyectos se acabó, es el momento del 'low-cost"

  • Su aportación ha sido decisiva para la recuperación de algunas de las principales joyas del patrimonio sevillano. La restauración de San Luis es su último ejemplo de un trabajo riguroso.

Fernando Mendoza vive en una casa de finales del siglo XVII, antigua residencia de los Marqueses de Valdenebro, que adquirió a la Hermandad de la Caridad a principios de los años 80 por "un precio irrisorio". Eso sí, estaba "prácticamente en ruinas" y en aquella Sevilla de los inicios de la Democracia aún no se había puesto de moda el regreso a los inmuebles históricos del centro de la ciudad. Aunque es un arquitecto de larga trayectoria, es conocido fundamentalmente por sus intervenciones en edificios históricos, siempre desde el absoluto respeto al pasado, como en un ejercicio de budismo arquitectónico en el que se renuncia a mostrar el ego de forma evidente. Entre sus muchos proyectos destacan su participación en el equipo que recuperó la Cartuja de Sevilla como Pabellón Real durante la Expo 92, una obra ejemplar en cómo unir historia y modernidad; la rehabilitación de la Iglesia del Salvador, que supuso la implicación de toda la sociedad sevillana; y, muy recientemente, la restauración de la Iglesia de San Luis de los Franceses, la obra magna de Leonardo de Figueroa y edificio culmen del barroco andaluz. Además, Fernando Mendoza lleva años comprometido con la defensa del patrimonio histórico sevillano y andaluz, criticando especialmente la construcción de la Torre Sevilla y, ahora, el proyecto para las Atarazanas, cuya paralización cautelar por un juez se produjo tres días después de esta entrevista.

-Como arquitecto es particularmente conocido por sus intervenciones en edificios históricos ¿Fue una vocación o la vida le llevó por ese camino?

-He hecho prácticamente de todo en mis cuarenta años de profesión: obra nueva, viviendas, alguna escuela, planes generales... De todo. Pero me gusta mucho sentirme parte de un proceso histórico. De alguna manera, cuando estás trabajando en un inmueble histórico te comunicas con él, estás dialogando con el arquitecto que lo hizo hace siglos. Lo he experimentado en el último edificio que hemos abierto, la Iglesia de San Luis de los Franceses, de Leonardo de Figueroa... Es una expecie de conexión muy curiosa que va más allá del tiempo.

-¿Hay alguna obra nueva de la que se sienta especialmente satisfecho?

-Estoy bastante contento con el puerto deportivo de Isla Cristina, por ejemplo.

-¿Cuando un arquitecto interviene en un edificio histórico, tiene que apagar su ego?

-Sí, hay que dejar el ego en la puerta, porque si no pasan cosas terribles. Sobre todo es importante escuchar a los demás, darte cuenta de que si todo el mundo está en contra de tu proyecto algo está fallando. Lo peor es mantenella y no enmendalla.

-¿Hay mucho arquitecto con el ego subido?

-La arquitectura es una profesión donde existen muchos ególatras. Las escuelas enseñan a los estudiantes a ser pequeños genios y genios hay muy pocos en la historia. Normalmente, a lo más que uno puede aspirar es a ser un buen profesional.

-Durante la época del boom inmobiliario tuvimos muchos ejemplos de una arquitectura banal y cara. El paradigma sería Santiago Calatrava, pero ha habido muchos más.

-En una conferencia defendí que la arquitectura no podía ser ni una falla de Valencia, ni un rendering de éstos que hace cualquier persona que domine los ordenadores y que consiste en perspectivas fantásticas con gente paseando, ni una cagada, hablando claramente. Siempre se ha dicho que los buenos arquitectos dan liebre por gato. Con dinero para hacer un edificio vulgar levantan uno excepcional. Eso nadie te lo agradece, pero en general los arquitectos somos unos profesionales a los que nos gusta hacer las cosas bien.

-¿Y sobre el manido debate sevillano de modernidad versus conservacionismo? Usted parece formar parte del segundo bando.

-No existiría el conservacionismo si no existiese el destruccionismo en nuestras ciudades. La arquitectura contemporánea debe ser tremendamente respetuosa con la historia, con el entorno y con los edificios en los que interviene. Es un falso debate. La modernidad no está reñida con la conservación, sino más bien todo lo contrario.

-¿Alguna ciudad que sea ejemplar en esto que estamos hablando?

-La Haya y Berlín. Son maravillosas y las conozco bien porque tengo a mis hijos viviendo allí.

-Recientemente ha finalizado la restauración de San Luis. Se ha tardado mucho, ¿no?

-Veinticinco años. Empezamos mi amigo Félix Pozo -recientemente fallecido- y yo regenerando las cubiertas y, poco a poco, fuimos haciendo otras cosas... hasta que pudimos dar el último empujón gracias a una colaboración de la Diputación con el Ministerio de Fomento, a través del 1% cultural, que nos ha permitido limpiar todo el interior, que estaba pintado de un gris ratón terrible que le quitaba mucha luz al templo, y restaurar completamente la capilla doméstica.

-Hablábamos antes de Leonardo de Figueroa, su arquitecto.

-Figueroa era un hombre de Utiel que llegó a Sevilla y se puso a trabajar de albañil. Empezó con la Iglesia del Hospital de la Caridad e hizo alguna cosa en el Hospital de los Venerables. Poco a poco se fue convirtiendo, según mi parecer, en el mejor arquitecto que ha tenido Andalucía en la historia.

-Sin embargo, es muy poco conocido. En una ciudad donde cualquier personaje inane llega a tener una calle, Figueroa apenas aparece en nuestra memoria colectiva.

-Y, no obstante, creó una saga de arquitectos. Tuvo dos hijos arquitectos, Matías y Ambrosio, y un nieto, Antonio, que llega casi al neoclasicismo. Ambrosio, por ejemplo, fue el autor de la capilla doméstica de la Cartuja, que restauré. También de la capilla de San Pedro, en Carmona, y otros edificios maravillosos.

-¿Cuál es el principal mérito de Leonardo de Figueroa?

-Era un grandísimo constructor, como se oserva en sus bóvedas. Además, introdujo el mudéjar en el gusto italianizante de la época. Metió el ladrillo, el azulejo, la yesería... en fin, toda esa tradición que duró hasta el XIX. Fue un grandísimo arquitecto, un genio, como demostró en San Luis.

-Es curioso que en una ciudad famosa por su barroquismo como Sevilla sólo haya una iglesia verdaderamente barroca.

-Sí, San Luis es el único templo barroco. Los demás son templos mudéjares o renacentistas con magníficos retablos barrocos. El sentido del espacio de San Luis es barroco desde el principio. Fue la única obra que Leonardo de Figueroa hizo prácticamente entera, aunque debido a su muerte el encargado de terminarla fue su hijo Matías, quien construyó las torres.

-Una de sus principales intervenciones en el patrimonio sevillano fue la restauración de El Salvador, otro proyecto de Figueroa.

-Sí, pero él sólo hizo las bóvedas y la cúpula. De la labor de piedra se encargó Gómez Septién, que era un cantero de la Alta Andalucía. Como aquí en Sevilla no había canteras, se tenían que traer los canteros de Granada y Jaén. Lo curioso de la época es que se contrataba a los arquitectos en función del material que se iba a utilizar. Cuando se terminaron de hacer las grandes pilastras de piedra se dieron cuenta de que si hacían las bóvedas del mismo material se terminarían derrumbando por el peso. Por eso se contrató a Figueroa para que las hiciera de ladrillo.

-La restauración del Salvador se realizó en una especie de estado de gracia. Toda la ciudad se volcó.

-Sí, fue un momento muy especial. Entre otras cosas, había dinero. Ahora sería impensable gastarse doce millones de euros en restaurar la segunda iglesia de Sevilla. Lo restauramos todo: hicimos una cripta nueva, recuperamos las trazas de la mezquita, retablos, bienes muebles... Cinco años de trabajo.

-Y lo más importante: hubo voluntad general.

-Esto se debió a dos personajes impresionantes: Juan Garrido y el cardenal Carlos Amigo. Empezó Joaquín Moeckel con una cuestación popular que logró reunir unos 800.000 euros y, luego, Juan Garrido, que era un águila, empezó a sacar dinero hasta de debajo de las piedras.

-Meterse a restaurar un templo tan importante para la ciudad requiere un cierto valor...

-Fue un momento muy bonito. Era un templo que nadie había estudiado en profundidad, todo el mundo le tenía miedo. Sólo existía un libro, el de Gómez Piñol sobre el tema artístico. Posteriormente, yo escribí La Iglesia del Salvador de Sevilla. Biografía de una colegiata. Cuando plantée que había que excavar el templo entero, 3.500 toneladas de tierra, tanto el cardenal como Juan Garrido se quedaron con la boca abierta, pero afortunadamente confiaron en mí. No había más remedio que hacerlo, porque estaba lleno de agua, de restos humanos... Gracias a eso descubrimos la Mezquita. Científicamente fue muy importante.

-Allí se ubicaba la Mezquita Aljama.

-Sí señor, la Mezquita Aljama de Ibn Adabbas, pero además creo que, previamente, también se localizó la primitiva catedral de Sevilla, la visigótica, la Nueva Jersusalén.

-¿Y en qué se basa?

-Rafael Valencia ha estudiado los primeros cronistas que vinieron con los árabes y estos ya dan muchos indicios de que la antigua catedral visigótica estaba allí y, por eso, la convirtieron en mezquita.

-¿Quedan vestigios de esa catedral visigótica?

-Si conoce la cripta sabrá que en el centro de la nave, abajo, hicimos un tanque de tormentas, porque teníamos una entrada de agua constante. Allí encontramos una losa de hormigón pétreo de la época romana o postromana que, posiblemente, marca el nivel original de la primitiva catedral. Tenga en cuenta que, entonces, el río pasaba por Sierpes-Tetuán. Aquella catedral estaba al borde del río, como la de Córdoba.

-¿Y a qué se debió ese entusiasmo popular por la intervención en el Salvador?

-Hubo aciertos importantes gracias a Juan Garrido: las visitas a las obras -el programa llamado Abierto por obras- y la celebración de más de 200 actos culturales en el Patio de los Naranjos, que tapamos con una montera de cristal. Hubo presentaciones de libros, de discos; exposiciones de joyas, de grabados; conferencias sobre historia de Sevilla... Aquello fue muy importante. No se le negaba el espacio a nadie.

-¿Ha perdido pulso Sevilla en la defensa de su patrimonio?

-Absolutamente. Se está volviendo atrás, como demuestra el proyecto de las Atarazanas. Es lamentable que la ciudad no tenga memoria de sus propios hallazgos, de las cosas que ha hecho bien.

-¿Qué habría que hacer en las Atarazanas, según su opinión?

-Un proyecto low-cost. Como le dije antes voy mucho a Berlín. Después de la caída del Muro, toda la zona oriental estaba en ruinas... Fábricas, iglesias... hacía años que no se había invertido un duro. Lo que se hizo fue abrir estos edificios directamente al público con sólo las obras necesarias para que no fuesen peligrosos, poniendo unos servicios y unos extintores. Aquello funcionó de maravilla. Las Atarazanas podrían ser el gran foro de Sevilla. Sólo hace falta excavar la parte importante y dejarlo como está. No hace falta gastarse catorce millones de euros. En todo caso, restaurar el edificio central... Lo que no se puede permitir es que el diseño esté por encima del monumento. Otro desastre ha sido la construcción de la Torre Pelli, que se ha cargado el paisaje de Triana.

-También hay cosas positivas en la gestión del patrimonio histórico. Por ejemplo, la buena marcha del Alcázar.

-El Alcázar tiene un problema fundamental: en las casas del Patio de Banderas, las que dan al oeste, han aparecido los restos del primitivo Alcázar del siglo XI y es importantísimo recuperarlas para la ciudad de Sevilla. Es una vergüenza increíble que Patrimonio Nacional las siga vendiendo. Todo el futuro del Alcázar está en la cripta arqueológica del Patio y en esos edificios, porque el monumento necesita de infraestructuras nuevas como mejores servicios, vestuarios, salas de interpretación, etcétera. El Alcázar no tiene ni la décima parte de servicios que tiene la Alambra, por ejemplo.

-¿Y más allá de las Atarazanas, cuál debe ser el próximo objetivo en la conservación del patrimonio en Sevilla?

-Es muy importante potenciar la ruta cultural de la calle San Luis, lo cual aliviaría la presión enorme de turistas que sufre el barrio de Santa Cruz. Allí tenemos grandísimos monumentos: Santa Catalina, San Marcos, San Luis, Santa Isabel, Santa Paula... Hay que redistribuir el turismo en el centro histórico.

-¿Y Altadis, merece la pena?

-Es un edificio correcto de los años 50 y tiene unas posibilidades enormes para hacer muchas cosas que necesita la ciudad. Lo que yo no haría en absoluto es derribarlo para construir más viviendas, que sobran por todas partes. El plan de Zoido sobre Altadis era completamente equivocado. Insisto en que se puede hacer un proyecto low-cost, al igual que en la Fábrica de Artillería, poner una infraestructura básica, dotarla de medidas de seguridad y abrirla a la gente. La época de los grandes proyectos se acabó, ya no hay dinero. Hacen falta soluciones más imaginativas y, sobre todo, más baratas. El último premio Pritzker, el arquitecto chileno Alejandro Aravena, insiste mucho en este asunto.

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