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CASAS VIEJAS

El trágico destino del guardia civil gaditano Juan Gutiérrez

  • El agente dejó escapar en 1933 a dos vecinos de Casas Viejas cuando se dio cuenta de que iban a matarlos en la corraleta de la choza de Seisdedos. En 1936 fue asesinado por un grupo de anarquistas en Setenil de las Bodegas

Se llamaban Salvador Barberán Romero y José Rodríguez Calvente. Acababan de ser detenidos en la casa del primero y marchaban custodiados por el guardia civil Juan Gutiérrez y por el guardia de asalto Luis Menéndez. Era la mañana del 12 de enero de 1933. El lugar, la pedanía gaditana de Benalup de Sidonia, entonces conocida como Casas Viejas. Por delante de Salvador y de José iban otros doce vecinos del pueblo que también habían sido detenidos en sus casas aquella mañana. Ellos no iban esposados, los otros doce, sí. De dos en dos, los conducían un grupo amplio de guardias de asalto y unos pocos guardias civiles que, como Juan Gutiérrez, también estaban al mando del capitán Manuel Rojas, del Cuerpo de Asalto.

La columna de detenidos y guardias alcanzó la humeante choza de Seisdedos, donde horas antes se había centrado la lucha, donde había quedado sofocada la rebelión anarquista que había comenzado el día antes. Allí estaban los cadáveres calcinados de Seisdedos, de sus hijos, de su nuera… También los de Manuela Lago y Francisco García Franco, abatidos cuando huían de la llamas después de que los guardias le pegasen fuego a la choza. Además, permanecía allí todavía el cadáver del guardia de asalto Martín Díaz, a quien le pegaron un tiro desde el interior de la choza cuando fueron a detener a los hijos de Seisdedos y el agente abrió la puerta.

La columna llegó pues a la choza de Seisdedos y entonces los guardias empujaron a los detenidos a la corraleta y dispararon sobre ellos. Eran diez hombres esposados. Afuera, en el camino, retrasados, se habían quedado cuatro más. Los guardias agarraron a dos, los metieron también en la corraleta y volvieron a disparar. Ya sólo quedaban los otros dos: Salvador y José, los que conducía el guardia civil Gutiérrez. Estaban a pocos metros de la choza. Su destino era el mismo que el de sus vecinos: acabar con unas cuantas balas en el cuerpo, en el montón de cadáveres que ya había en la corraleta. Pero entonces ocurrió que Gutiérrez tomó una decisión y cambió así el rumbo de las vidas de los detenidos 13 y 14.

Gutiérrez había visto lo que sucedía por delante de ellos y se había quedado impresionado. Pero no lo suficiente como para no reaccionar. En unos segundos cruciales, en ese momento de confusión provocada por los fusilamientos, convenció al guardia de asalto Luis Menéndez y les dijo a Salvador y a José que se fuesen a su casa. Todo fue muy rápido. Los dejó escapar en el último instante y él mismo se retiró de allí: se escabulló y se fue hacia una casa cercana.

El guardia civil Juan Gutiérrez, que en enero de 1933 estaba destinado en Chiclana y antes había estado en Casas Viejas y conocía a los vecinos del pueblo, nunca reveló ante un juez cómo dejó escapar a los detenidos 13 y 14. Sí contó otras cosas muy importantes y quizá fue el único guardia civil que no se anduvo por las ramas cuando el juez lo interrogó acerca de lo que había sucedido aquella mañana en Casas Viejas. Pero que había dejado escapar a Salvador y a Antonio cuando se dio cuenta de que iban a matarlos, eso no lo dijo nunca.

Cuando comenzaron las investigaciones judiciales sobre lo sucedido, al guardia de asalto Luis Menéndez también le preguntaron qué había pasado con los dos detenidos que conducía camino de la corraleta. El hombre proporcionó entonces un dato que, cruzado con las declaraciones de Salvador y José y del propio Gutiérrez, permite reconstruir el episodio. Menéndez explicó que el guardia civil que iba con él dijo que los dos detenidos, a quienes habían sacado de una casa cercana a la de Seisdedos, eran buenas personas y que entonces los dejaron ir.

A esa verdad se aproximó Gutiérrez cuando declaró por primera vez y explicó que cerca de la corraleta, al ver que los guardias de asalto golpeaban a los detenidos con las culatas de los fusiles y luego hacían fuego sobre ellos, él se retiró del lugar para evitar estar presente en esa escena. Seguramente, agregó, de esa forma desapercibida fue cómo pudieron escapar Salvador Barberán y el otro detenido.

Ya entonces Gutiérrez mencionó lo que sucedió después. Pero sin dar detalles que luego sí ofreció y que permiten conocer que la crueldad con los detenidos fue muy superior a la que trascendió en los distintos relatos sobre los Sucesos de Casas Viejas. Lo que más adelante relató el guardia civil fue que un guardia de asalto acudió a buscarlo a la casa de un tal Pérez Barrios, en la que él se había metido huyendo de los asesinatos que había contemplado: se había escurrido discretamente, dijo, para no presenciar aquella escena. Lo requerían porque él tenía las llaves de las esposas de algunos de los detenidos asesinados y querían que las recuperase: querían que los muertos no se quedasen allí amontonados y esposados porque entonces nadie podría sostener, como hicieron después, que habían fallecido combatiendo.

El guardia civil Gutiérrez contó que se fue para allá, que entró en la corraleta en la que yacían amontonados los doce detenidos baleados y que mientras buscaba las esposas, notó que uno de los detenidos aún respiraba. Lo notó también uno de los guardias de asalto, declaró, y entonces ese agente se dirigió a los demás guardias de asalto y les dijo: “Aquí hay uno que ronca todavía”. Gutiérrez dijo que seguidamente, varios guardias de asalto dispararon contra ese moribundo. Que lo remataron.

Con 31 años de edad y domiciliado en el cuartel de la Guardia Civil de Chiclana, Juan Gutiérrez llegó a Casas Viejas a eso de las cuatro de la tarde del 11 de enero de 1933 con tres compañeros más y doce guardias de asalto al mando del teniente de Asalto Gregorio Fernández Artal, el hombre que la madrugada del día 12 se negó a pegarle fuego a las chozas de la aldea cuando, ya arrasada la de Seisdedos, se lo ordenó el capitán Rojas. Gutiérrez vivió unas horas tremendas durante esa estancia en el pueblo en el que conocía a tanta gente. Y antes de dejar escapar a Salvador y a José y de ver cómo eran rematados los detenidos (los guardias de asalto no sólo le dieron el tiro de gracia al que “todavía roncaba”: hasta a Manuela Lago, a la que habían matado horas antes, le pegaron un tiro en la cabeza a bocajarro) asistió a otro episodio de violencia despiadada.

Gutiérrez acompañaba a los guardias de asalto que la mañana del día 12, por orden de Rojas, recorrieron el pueblo en busca de campesinos a los que detener. Iba con los que mataron al anciano Antonio Barberán Castellet.

Más adelante suavizó la narración de lo sucedido, pero en principio, Gutiérrez contó que al aproximarse a la casa, los guardias de asalto vieron cómo Barberán se asomaba a la puerta y después entraba; que conminaron al anciano a salir, que Barberán no lo hizo, “quizá asustado por los mismos sucesos”, y que entonces los agentes hicieron un disparo sobre la parte alta de la casa; que al ver que así tampoco salía, hicieron fuego sobre la puerta y lo mataron. Y que luego, cuando supo quién era el muerto, él les dijo a los guardias de asalto que Barberán era un hombre pacífico.

Con el anciano se encontraba en la casa Salvador del Río Barberán, su nieto. El niño les gritó a los guardias que no disparasen y cesó el fuego. Gutiérrez contó en su día que él impidió que los guardias le disparasen a Salvador, que le había salvado la vida al muchacho. Más adelante, en otros relatos, la misma escena ya era más accidental.

En realidad, como dejaron claro algunos testimonios, ocurrió que los guardias de asalto sí le habían pedido a Barberán que saliese y que se fuese con ellos, pero Barberán no sólo no lo hizo sino que desde dentro, desde detrás de la puerta, les respondió a los guardias que él no era hombre de ideas y que no le disparasen porque él no había salido de casa en toda la noche. A esas frases respondieron los guardias disparando contra la puerta y el anciano cayó muerto. Entonces quien gritó fue el niño Salvador del Río. No le disparen a mi abuelo, dijo, que no tengo padre ni madre. Pero ya era tarde. Gutiérrez estuvo luego acariciando al niño, al que conocía, y debió ser entonces cuando les comentó a los de asalto que Barberán era pacífico.

El anciano Barberán era el padre de Salvador Romero Barberán, uno de los dos vecinos de Casas Viejas a los que minutos después, aquella misma mañana del 12 de enero de 1933, Gutiérrez salvó de una muerte cierta en la corraleta de Seisdedos. Tal vez en ese momento, cuando cayó en la cuenta de que Salvador iba a ser asesinado, pensó que esa familia ya tenía bastante tragedia aquel día con un muerto y con un niño huérfano que se había quedado sin abuelo. “Era una bellísima persona”, respondió otro guardia civil, Pedro Salvo, del puesto de Casas Viejas, cuando en el juicio al capitán Rojas, en mayo de 1934, le preguntaron acerca del anciano Barberán.

En 1934 y en 1935, Juan Gutiérrez fue uno de los testigos que acudieron a los juicios contra el capitán Rojas. Por supuesto, no dijo nada sobre Salvador y José, los dos detenidos a quienes dejó escapar. Pero sí mencionó, con un relato más suavizado, sin los detalles que antes había proporcionado, que a los doce detenidos asesinados los habían metido en la corraleta a culatazos y que después los habían rematado. Fue el único testimonio que se atrevió a poner ante el jurado y los magistrados esas notas de crueldad que muchos pasaron por alto en unos juicios en los que los asesinatos habían sido renombrados como sucesos.

En 1936, poco más de un año después de declarar en el segundo juicio, Juan Gutiérrez volvió a encontrarse con los anarquistas. Fue en Setenil de las Bodegas y lo que ocurrió entonces fue él quien ya no pudo contarlo.

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