calle rioja

Un anónimo con nombre

SIN miramientos. Da igual que el hombre que yace en el sepulcro esté envuelto en una loba (capa) ocre verdosa, cubierto por un bonete azul oscuro, manganeso según los técnicos, el cabello a la moda de la época, medias verdes y zapatos negros; da igual que la cabeza del difunto descanse sobre un almohadón blanco con bordados de lacería y borlones en los ángulos. Toda esa riqueza de pormenores no impedía que a lo largo de los años, de los siglos, las mujeres de Triana que entraban en la iglesia de Santa Ana golpearan con el tacón la cabeza del finado atraídas por una doble leyenda: ese ritual nada delicado las ayudaba en el doble propósito de obtener novio o quedarse embarazadas.

Entre la realidad y la leyenda, eso explica el deterioro rayano en la desfiguración del rostro de Íñigo López, el personaje de la lauda -lápida- sepulcral que Niculoso Pisano (Pisa, 1470-Sevilla, 1529) fechó en 1503 y permanece desde entonces en el lateral de la Epístola de la iglesia de Santa Ana, entre las capillas de la Victoria y de la Pastora. Bajo un órgano que acaban de afinar y que junto a tan historiado epitafio sonará a réquiem sin querer.

Nueve años ha permanecido en un despacho el ambicioso proyecto de restauración de esta obra de Pisano, el italiano que vino a Sevilla cuando la ciudad era la Nueva York del Renacimiento y revolucionó la cerámica. "Mucha gente de fuera viene a ver la lauda. La cerámica española es más conocida fuera de España que en España", dice José Ramón Pizarro, licenciado en Bellas Artes, que con las restauradoras Cristina García y Carmen Riego inició las tareas de restaurar la lápida de uno de los personajes más enigmáticos de la intrahistoria monumental de Sevilla.

La ciudad cambió tres veces de alcalde y el proyecto dormía el sueño de la burocracia. Finalmente, las gestiones del párroco actual de Santa Ana, Eugenio Hernández, su predecesor, Manuel Azcárate, y el maestro mayor de obras, el arquitecto Francisco González de Canales, consiguieron la financiación de la Maestranza de Caballería y la luz verde al equipo restaurador.

Sólo se sabe que se llamaba Íñigo López. "Le picaron a propósito su segundo apellido, su título o profesión alimentando las leyendas sobre su persona". Tanto que nadie sabe si se trata de un esclavo -de ahí el nombre de Negro entre el vulgo- que fue asesinado por su dueño o de un espartero que comerció con Indias. Mucho más se sabe de Niculoso Pisano. Trabajó para los Reyes Católicos, para quienes hizo dos Oratorios en el Alcázar de los que sólo se conserva uno; hay obra suya en Santa Paula y en el museo de Bellas Artes. Unas excavaciones determinaron que el artista de Pisa tenía su taller en la calle Pureza esquina con Rocío.

Con él la cerámica da un paso de gigante. De la técnica del alicatado, de "arista o cuenca" en palabras de Cristina García, gallega de Cambados (Pontevedra), con Pisano se pasa a la técnica del azulejo plano o de baño, de tal forma que la cerámica "parece un cuadro pintado". Cristina y Carmen han trabajo en un sinfín de proyectos desde hace un cuarto de siglo: en la Alhambra, en la plaza de España, en los conventos de Santa Inés, Santa Paula o San Clemente. Pero admiten que se encuentran ante uno de los retos más apasionantes de su carrera profesional, Cristina como historiadora del Arte, Carmen doctora en Bellas Artes.

La restauración va a ser un regalo para la feligresía y el turismo cultural en el 750 aniversario de la erección de la iglesia de Santa Ana por Fernando III. El equipo restaurador ha hecho un exhaustivo trabajo de documentación fotográfica: una serie de imágenes del difunto de 1919, 1927, 1945, 1958, 2008 en las que se aprecia el progresivo deterioro del rostro del esclavo o comerciante inserto en una representación funeraria de 266x95 de largo y 148x74 centímetros de ancho. En la obra conviven diferentes técnicas; por ser la primera de su género, tiene defectos de fabricación que para un restaurador son virtudes de estudio. Le harán un test de salinidad y podrían sugerirle a la dirección parroquial que eleve el nivel de colocación para reducir la tasa de humedad. Van a limpiar la superficie de la lápida; engasar es el verbo correcto por realizarlo con una llamada gasa tarlatana.

Encima de la lápida se observan las dos alcayatas de un tríptico cuya tabla central está en restauración. La lápida de Íñigo López, cinco siglos de enigma y una cara de Bélmez, es uno de los muchos activos artísticos de la iglesia de Santa Ana, la catedral de Triana. Ya lucen restauradas las tablas del retablo del artista flamenco Pedro de Campaña cuyo proceso se documentó en una exposición en el Museo de Bellas Artes. La restauración, con asesoría histórica del académico Alfonso Pleguezuelo, tendrá una duración aproximada de dos meses, con la Velá por medio.

José Ramón Pizarro (Puertollano, Ciudad Real, 1953) es trianero de residencia y todos los días acude bien temprano a este destino laboral en su barrio, en su parroquia. Comparte café en la plazuela de Santa Ana con Cristina y Carmen, que forman sociedad en Alféizar Restauraciones. Para conmemorar el siglo y medio del dogma de la Inmaculada Concepción, el cardenal Amigo Vallejo inauguró la iluminación artística de la iglesia; ahora, con ocasión de sus tres cuartos de milenio de historia, recuperará un rincón donde conviven la leyenda y la realidad, la supuesta esclavitud del yacente con la libertad creativa de quien al hacerlo mortal lo inmortalizó.

Por el exterior, bullen los cafés y la gente que va a las tiendas y los mercados; una guía explica en alemán a unos turistas en bicicleta algunas características de la iglesia de Santa Ana. Entre dos capillas, el barrio con más cantaores por kilómetro cuadrado daba rienda suelta a un baile tribal, un taconeo ritual e iniciático de los ciclos de la vida, el del nacimiento y el del amor. En una representación de la muerte. Íñigo López merecía ser de Macondo.

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