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Sevilla

La ciudad en 90 minutos

  • Devotas de silla playera, peregrinos con ropa deportiva y asistentes de acicalada presencia componen el público de la procesión donde Sevilla recupera cada año el sentido de la medida

Pocas veces en el año el ruido del despertador resulta tan grato a los oídos. Aún no son las siete de la mañana y por Chapina llegan los peregrinos del Aljarafe. Hay quien acude a la cita creyendo que viene a correr el maratón o a uno de esos deportes que nos han descubierto los Juegos Olímpicos, pues de su existencia poca o ninguna constancia se tenía. Decathlon reclama su hueco en este 15 de agosto con ropa deportiva y de colores nada discretos. Los devotos maratonianos salen bien temprano de su casa y llegan con bastante antelación a la Catedral. Las gradas simulan por un momento un albergue al aire libre. Cuerpos cansados se desparraman sobre el frescor de un piedra ausente aún de sol.

Casi por encima de ellos pasa esa otra Sevilla de cubana bien planchada y mocasín con borla. Llegan minutos antes de que las varas de nardo anuncien la salida de la Virgen. Sobre sus cuellos cuelgan coloridos cordones de gafas de sol que esperan su uso. Vienen en grupo y se detienen, a cada instante, a saludar a conocidos y no tan conocidos en ese arte tan hispalense de dejarse ver en una procesión.

La primera fila está tomada desde hace tiempo por señoras de avanzada edad y silla playera.  Devotas de vestido fresco y abanico en mano. Algunas tuvieron la suerte de encontrar una peluquería abierta el fin de semana. A otras, el cardado les dura todo el puente. Y hay quien se echa a la calle con el pelo recién lavado, sin más preocupación que la de llegar puntual a la cita. Este público es de barrera fija. Rara vez falta a su sitio. En el mismo lugar y a la misma hora, de tal manera que -al margen de las arrugas, las canas y otras marcas que dibujan los años- están abonadas al trozo de suelo en el que cada agosto celebran, a su particular modo, la Asunción de la Virgen.

Justo detrás de estas devotas de primera fila se encuentra el público que se mueve conforme avanza la procesión. Una especie de eterno retorno para volver siempre al punto de partida. No al que cantaba la Jurado, sino al de la Puerta de los Palos donde los presentes despiden entre aplausos (y algún que otro grito) a los soldados.

El cierre del Horno San Buenaventura se deja notar en la procesión. Sus tradicionales clientas -con genenoro uso de laca- han perdido la privilegiada panorámica de sus ventanales, ésa que salía bastante barata. Un desayuno y varias horas de mesa ocupada. Ahora comparten suelo con el resto de los mortales en una Avenida que se encuentra más colmatada de público que años anteriores.

El sol se adueña del último tramo del recorrido. Las gafas de sol recobran su sentido en esta mañana que ya acaricia los 30 grados (con cierto bochorno). Entra la patrona de la archidiócesis en la penumbra de la Catedral. Se pierde bajo la arquería gótica. En unos instantes, sin más dilación, las devotas de barrera fija cierran sus sillas y hamacas playeras. Se santiguan, piden salud para verla el año que viene y se marchan, con el asiento bajo el brazo, buscando una cafetería donde acallar el estómago que clama en el desierto del ayuno.

La mañana de la Virgen es tan corta, tan medida, que no parece hecha para una ciudad donde la desmesura hace tiempo que campa a sus anchas. Queda su epílogo en Santa Rosalía y el Pozo Santo, con las Vírgenes dormidas. Y luego, de nuevo, las calles volverán a la soledad agosteña. Al sol sin misericordia, al aire acondicionado y a la cerveza fría. El amanecer más bello -con sus devotas de primera fila, sus peregrinos de Decathlon y sus sevillanos con cubana- es muy efímero. Como efímeras son las cosas eternas. La ciudad en 90 minutos.

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