Nazareno, dame cera

Rogelio Gómez (Sevilla, 1946) · Tabernero· Medalla de Oro al Mérito en el Trabajo"Sigo guardando el rito de vestirme de nazareno en silencio"

  • ( Editorial Jirones de Azul ). Diario de Sevilla publica hoy el tercer extracto de los cuatro capítulos escogidos de la obra del periodista Carlos Navarro Antolín, jefe de sección de este periódico. El libro recoge el testimonio en primera persona de 32 personajes de la ciudad que han vivido intensamente la Semana Santa desde su infancia.

MI padre llegó a Sevilla en 1929, justamente a la Puerta del Arenal. En aquellas fechas se hizo amigo de gente de la categoría baratillera de Miguel El Potra, Florencio Quintero, Manolo Quintero… Con esos padrinos, ¿quién no se hacía baratillero? De siempre he estado vinculado al barrio. Al Baratillo llego a los siete años de la mano de Manuel y Florencio Quintero, aunque mi madre me cuenta que estaba apuntado desde los dos años de edad por mi abuelo, pero la verdad es que no figuro hasta entonces en la lista. El Baratillo era ya una hermandad muy de barrio. Una hermandad en la que, por ejemplo, la noche de Martes Santo aparecía cualquier hermano con un amigo, se sacaban unas torrijas de Los Ángeles y una botella de anís del Mono o de coñac, y se le sacaban a ese hombre tres mil o cuatro mil pesetas para pagar media banda de música. Hoy eso ha cambiado por completo. Hoy no te dan ni papeleta de sitio el mismo Miércoles Santo. Pero entonces las necesidades eran enormes y se daban muchísimas papeletas de sitio el mismo día.

Yo siempre he sido el niño en el Baratillo. Leonardo García-Junco, Pastor, Castañón… Todos me llamaban el niño. Todo estaba supervisado en la hermandad por un maestro al que siempre he admirado que es Otto Moeckel von Friess, a quien conocí con 13 ó 14 años y a quien le debo haber cumplido mi sueño baratillero, que no era otro que ser fiscal del paso de la Piedad. Siempre he escuchado el consejo de Otto Moeckel. Su manera de ser me recuerda mucho a una enseñanza de Sor Ángela: Pisar el yo, enterrarlo si es preciso. Otto Moeckel siempre ha pisado y enterrado su yo por el bien del Baratillo.

Hay una anécdota que revela bien el dinero que había antes en las hermandades y el que hay ahora. Entré en la junta de gobierno del Baratillo en 1971. En los primeros años nunca intervine en un cabildo. Lo que hacía era escuchar de la gente mayor para aprender. Paco Vega, el de la confitería Los Ángeles, era un hombre que por su trabajo llegaba con los cabildos ya empezados. Un día llegó, se sentó en su rincón de siempre y se quedó un poco traspuesto, lo que era lógico porque se levantaba a las siete de la mañana y los cabildos aún no habían terminado a la una de la madrugada. Justo en ese momento el mayordomo, que era Pastor, leyó la deuda del sereno, que se remontaba a varios años y que alcanzaba las 150.000 pesetas perfectamente. Vega despertó de pronto y dijo: "¿Desde cuándo no se le paga aquí al sereno que se le debe tanto dinero?"

La vida del Baratillo durante el año la protagonizaban cuatro personas: Pastor, Castañón, Pepe Ruiz del Castillo y Otto Moeckel. Habría algunas más, pero ellos cuatro eran los fijos. Era muy normal que te mandaran a la bodega El Punto por una botella de Valdepeñas y un sifón que se tomaban arriba, en la azotea. Algunas veces se traía un poquito de pescao frito de la pescadería de La Isla de García Vinuesa. Los domingos se celebraba en la secretaría una partida de dominó entre Leonardo y el Padre Torres, que era claretiano. Entonces se cruzaba al Punto y se traía un botellín de cerveza y una tapita de queso para el Padre. Entonces no había casa de hermandad. Junto al cuarto de insignias había un rinconcito en la pared que llamábamos el Bar Atillo, donde se metía la botella de Valdepeñas y el sifón. Y así era la vida durante el año. Cuando llegaba la cuaresma había otra vida, había más movimiento.

En 1958, con 12 años, comencé a trabajar en serio en el negocio de mi padre. Yo no jugaba como los demás niños. O jugaba en la tienda, o jugaba en el Baratillo. Cuando se terminaba la jornada en el negocio, sobre las diez de la noche, me iba a la hermandad. Mi trabajo de esos primeros años era el de repartidor. Lo que hoy es el carrito de Carrefour, entonces era la bicicleta del niño de Trifón. Los pedidos del mes se llevaban en un triciclo. Los clientes llamaban por teléfono a la tienda, hacían el pedido del mes y se les llevaba en el triciclo. El resto de los días nos bastaba con la bicicleta. Nuestra clientela estaba conformada por señores de Sevilla: Don Antonio Fernández Heredia, don Luis Sánchez Moliní, don Eugenio Montes, etcétera. Yo en el triciclo solía llevar azúcar, garbanzos, lentejas, aceite, huevos… [...] Entonces era una Sevilla distinta. Cuando ahora veo a los ciclistas que no respetan las señales siento una gran pena. ¡A mi me llegaron a multar por meterme en contramano por la calle Barcelona en bicicleta! Y hoy te metes por Sierpes o Tetuán montado en una bicicleta y no pasa nada. El negocio de entonces era un ultramarinos, lo que pasa es que cuando se cerraba se quedar allí algunas reuniones. Pero la hora de cierre se respetaba escrupulosamente. Si te cogían abierto fuera del horario te ponían una multa.

La Semana Santa en mi casa se notaba por la ilusión que había al llegar el Domingo de Ramos. Había que estrenar un traje, cosa que mi padre cumplía a rajatabla. La mañana del Domingo de Ramos era sagrada en mi casa. Era un día grande. Mi padre no trabajaba. Nos arreglábamos todos y salíamos a pasear por el centro de Sevilla sin dejar nunca de ir a ver el paso de la Borriquita y la Amargura. No faltaba una parada para tomar las gambitas con mayonesa de la Alicantina con un refresquito, ni otra algo más tarde para tomar una copita en La Isla. Y había que hacerse la consabida foto del Domingo de Ramos en la Plaza Nueva los cuatro juntos: mis padres, mi hermana y yo. [...]

El rito familiar más importante de la Semana Santa era y sigue siendo el de vestirse de nazareno. Eso sí que es un auténtico rito que se vive en silencio. Es una fiesta muy grande que vivimos sabiendo que vamos a algo que es profundamente religioso. En mi casa se sabe a lo que se va cuando se va a hacer una estación de penitencia. Y siempre se va con seriedad, nunca con tristeza. Dice un amigo mío que conoce ambas situaciones que él compara el momento de vestirse un torero con el de vestirse de nazareno en mi casa. Cuando vivía con mis padres, mi madre era la que me doblaba y ajustaba la cola. [...]Todos nos vestimos en mi casa y lo hacemos por orden de antigüedad. A mi madre ya le cuesta mucho agacharse para coger los imperdibles a la cola y lo hace mi hija María, pero siempre respetando el rito, el mismo rito que recuerdo desde niño, cuando con siete años comencé a salir. Aquella primera vez me trajo desde Santa Marina, donde todavía vivíamos, un señor que se llamaba Domingo, que era capataz de la compañía de aguas de Sevilla.

Mis recuerdos más lejanos de ver cofradías en la calle son en una silla de la tribuna Faro. Mi padre tenía abierto el negocio y a mi me dejaban en esa silla solo a partir de los siete años. Es curioso pero siempre he visto la Semana Santa solo, al igual que sólo me fui aficionando a las cofradías, porque mi padre no era cofrade, aunque sí fuera amigo de grandes cofrades, como Juan Castro, el de la Carretería. Recuerdo perfectamente que los Domingos de Ramos me llevaban a la tribuna y después me recogían. A veces me daban un bocadillo para echar la tarde. El bocadillo, por supuesto, era de cualquier cosa menos de queso, que no lo he comido en mi vida. Esas tardes en las sillas aprovechaba para escuchar los comentarios de los demás sobre la cofradía que estuviera pasando. Pegaba el oído continuamente. Siempre he tenido claro que hablando no se aprende.

Con 12 años comencé a trabajar y ya me dediqué al callejeo los días de Semana Santa porque mi padre, que sabía que la Semana Santa me encantaba, me daba las tardes libres. Seguía manteniendo la idea de que dos son multitud para ver las cofradías. Había una cofradía que a mi padre y a mí sí nos gustaba ver juntos cuando pasaba por delante de la tienda. Era la Quinta Angustia. Allí salía de penitente una persona que queríamos muchísimo y que se llamaba Basilio Soto, tío de José Manuel Soto. Nos gustaba verlo pasar con su cruz, con su cuerpo tan bajito… Lo veíamos delante de la tienda, que estaba cerrada, por supuesto, porque era Jueves Santo. También con 12 años comencé a vivir las Madrugadas, que hasta entonces no me estaba permitido. Pero entonces las Madrugadas no eran como ahora. Tras ver la entrada de Pasión regresaba a casa a acostarme. Me bastaba con levantarme a las cuatro y media. Lo primero era irme al Salvador para ver la del Silencio. ¡Y en cinco horas se veía la Madrugada perfectamente! [...]

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