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No hay hiel en la grandeza

  • El Sevilla y su afición, esa gran familia, se dejó hasta la última gota de oxígeno ante el gigante azulgrana para morir de pie, como los campeones.

Otra noche para la épica sevillista. Otra jornada inolvidable. Otra vez, sí, otra vez, pese a que en esta ocasión esa familia que tanto ha sufrido y ha disfrutado unida tuvo que resignarse a saborear la hiel de la derrota. Tanta miel, tanto esfuerzo, tanta emoción, tanto sevillismo vibrando, para tanta hiel. ¿Hiel? No hay hiel en la grandeza y el Sevilla y su afición volvieron a demostrar que están hecho de una pasta especial, la pasta de los campeones, campeones con letras de oro, hasta en la derrota.

Iban a por una quimera, rotos por el esfuerzo, por las lesiones, cansados de una travesía de 63 partidos, esquilmados por las sanciones justicieras de la Federación, y la quimera se volvió utópica en otra maldita prórroga, como aquel lejano 11 de agosto en Tiflis. Jordi Alba hizo de Pedro y rompió la ilusión. Pero el sevillismo podrá contar cuando pasen los años que también sabe perder una final, ante todo un Barcelona, un gigante del fútbol mundial que llegó a rezar para no verse doblegado por este gigante marmóreo que saca flaquezas de su propio amor propio, acendrado y destilado en la solera de los años y años de decepciones. Pero eso quedó muy atrás, la travesía del desierto tenía guardado este premio de la década prodigiosa que no pudo rematar el Sevilla en lo que hubiera sido una proeza única en la historia.

Bajo el conjuro de San Fernando, San Isidoro y San Leandro el Sevilla y sus fidelísimos sevillistas agigantaron la figura de su escudo, como la hermosa pancarta que exhibió el Gol Norte del Vicente Calderón. En Madrid hubo una decepción grande, como de otra época, pero tuvo un sabor distinto. La expulsión de Mascherano abrió la espita de la esperanza en este equipo que hacía sólo cuatro días se coronó pentacampeón de Europa, mientras el Barça de las estrellas millonarias descansaba sus piernas y sus ansias de gloria. Era demasiado pedir a este equipo que tanto ha dado...

El castigo fue duro, pero el sevillismo se lo tomó como un aprendizaje más, como una cicatriz más con la que acorazarse ante los avatares de un fútbol tan desigual, tan mercantilista. Y la afición sevillista respondió como una familia herida en su orgullo. Si durante todo el partido el apoyo y los ánimos fueron constantes, con la chiquillería vibrando mientras cantaba y saltaba igual que los mayores, tras los dos palos de la prórroga, maldita prórroga, su reacción fue homérica, heroica. Están eternamente agradecidos a este equipo de legionarios, a esta legión de Emery que a punto estuvo de rozar la proeza de las proezas. Y les dedicaron todo el repertorio de sinfonías en blanco y rojo.

Mientras pitaba Del Cerro Grande, sonaba tremendo el Himno del Centenario, profundo, vibrante, con el dolor expulsando la hiel para convertir en miel una derrota épica, que hace más grande a esta gran familia. Fue en otro partido para los anales. Pura emoción, pura verdad. Un partido para valientes, con Krohn-Dehli como testigo en su silla de ruedas junto al banquillo. Han sido muchas las trabas. Y todos murieron en pie, con el nombre de Sevilla en el cielo de Madrid. Campeones, campeones...

Para himnos, los del Sevilla

El Arrebato y los Osquiguilea, padre e hijo, pueden estar más que orgullosos. Sus himnos atronaron el Vicente Calderón en ese constante apoyo del sevillismo a su equipo. En algún momento, viendo tan cerca la orilla de la gloria jamás soñada, la afición quedó presa de la agonía del que ve cerca el destino hermoso de la gloria. Pero, al poco, ahí estaban otra vez, respondiendo al unísono a la llamada de sus héroes, los pentacampeones de la Liga Europa, los hombres que unieron a familias enteras para que España se entere qué es el sevillismo, cómo se las gasta. Por momentos, el Vicente Calderón pareció el Sánchez-Pizjuán. Don Ramón estará orgulloso de tanta grandeza. Fue una derrota dura, pero seguro que curtirá también al Sevilla y su familia.

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