Centerario de la alternativa de Joselito el gallo

La velada de 1927 en el Teatro Cervantes

  • El homenaje, celebrado el 16 de mayo, contó con el asesoramiento de José María de Cossío.

Con motivo del VII aniversario de la muerte de José Gómez Ortega Joselito   se celebró una velada necrológica el 16 de mayo de 1927,  en el Teatro Cervantes de Sevilla. El homenaje debió de contar con el asesoramiento literario de José María de Cossío, que estaba preparando el tricentenario de la muerte de Góngora para el Ateneo, y de Ignacio Sánchez Mejías. No asistieron todos los que en un principio estaban anunciados; por ejemplo, Gerardo Diego, que había escrito una trascendental Elegía  a Joselito el año anterior. Según la reseña del Abc, del 18 de mayo de 1927, la había organizado el Club Joselito, y estuvo presidida por el gobernador civil, José Cruz Conde, teniendo a su derecha a Ignacio y a su izquierda al presidente del Club, señor Marvizol, que pronunció unas palabras de salutación y agradecimiento. El teatro estaba atestado de público, figurando numerosas personalidades de la vida política y cultural entre la concurrencia. El crítico taurino Enrique Feria leyó un artículo alusivo al acto. Un tal señor Graciani recitó una poesía  de Enrique López Alarcón. Debió de ser aquella cuyos versos finales reproduce Cossío en su estudio y antología Los toros en la poesía española: Ven pasajero, dobla la rodilla / que en la Semana Santa de Sevilla / porque ha muerto José, este año estrena / lágrimas de verdad la Macarena.

El propio Cossío dio lectura a  fragmentos de un libro que tenía en preparación sobre Joselito, y leyó también la crónica que en el primer aniversario de su muerte le dedicó el malogrado José María Izquierdo, desaparecido prematuramente en 1922. Se trata del artículo "El diestro y el campeón", que bajo el pseudónimo de Halcyón publicó el autor de Divagando por la Ciudad de la Gracia, en El Noticiero Sevillano, 17 de mayo, lleno de referencias musicales:Para expresar el hondo sentimiento no bastaría una marcha fúnebre cualquiera, ni siquiera la de ese Poema de la muerte, que es la Sonata en si bemol de Chopin. El adagio de la Sonata en la bemol de Beethoven nos da el título: Marcha fúnebre sobre la muerte de un héroe. Pero el motivo y el ritmo, el tono y el tema, la idea, el vuelo del alma, sólo pueden hallarse en el adagio de la Sinfonía heroica o en la marcha fúnebre de El ocaso de los dioses..., es decir, cuando la marcha fúnebre se transforma en un canto triunfal a la muerte del héroe...

José María Izquierdo, teórico  de la "gracia", vio en Joselito la encarnación de ese concepto para él tan esencialmente sevillano; y melómano como era, defendió que aquella heroicidad se merecía algo más que un pasodoble: una nueva sinfonía heroica; pero en esta ocasión el héroe, "el diestro por antonomasia", tuvo que conformarse con la simplista música de Tabeada y con la "abominable", según Valle- Inclán,  letra de Muñoz Seca. Continúa informando el Abc que Felipe Sassone hizo un estudio de la personalidad de Joselito, como hombre y como torero, y que se emocionó al final de su actuación, siendo objeto de una larga ovación por parte del público. Siguieron unas coplas, acompañadas de guitarra, que fueron las de Sánchez Mazas: ¿Quién te había de llorar, Joselito en primavera? ¿Por qué fuiste a torear y a morir en Talavera? ¿Quién te había de llorar?

Luego Felipe Cortines Murube leyó un "escultórico" soneto, En el nombre del pueblo, fechado en 1923 y enviado posteriormente a Cossío para el homenaje.Perteneciente por rama materna a la familia de los ganaderos de la preferencia de Joselito, había publicado un libro innovador en la historia de la poesía taurina: El poema de los toros, en 1910. ¿Coincidieron en la campiña utrerana garrocha en mano? Nada consta en el archivo del escritor que pueda avalarlo. Más aficionado a las faenas en el campo que a las corridas, es muy probable, sin embargo, que el poeta lo viese torear en más de una ocasión. El soneto se inserta en la tradición neoclásica. En contraste con la exaltación en los cuartetos de aquel "raro prodigio", en los tercetos asistimos a su repentino derrumbamiento: Acertaba el poeta al afirmar que Joselito impuso "su ley", no sólo por el dominio con el que sometía a las reses, sino por su capacidad legisladora al hacerse el rey del toreo y mandar sobre las ganaderías y las plazas, contribuyendo decisivamente a la evolución del toro de lidia y a la transformación del escenario con el impulso a las Monumentales.

Sigue informando el cronista que Adrián (sic) del Valle leyó otros versos originales, aunque no se especifican cuáles,  y el actor Francisco Fuentes recitó los de José del Río, posiblemente la Elegía. En el aniversario de Joselito, que empezaba: ¡Qué triste está Andalucía! / Todavía lleva el luto / del rey de la torería.

Y finalmente el ex alcalde de Sevilla y entonces presidente del Ateneo, Manuel Blasco Garzón, el que aparece en el centro de la famosa foto del 27 con motivo del tricentenario de Góngora, cerró con su discurso la velada. Nada se dice en  la reseña periodística de la actuación del joven Alberti. Felipe Sassone, sin embargo, sí lo menciona elogiosamente en el artículo que publicó en el Abc pocos días después del acto, Literatos y toreros, donde se lee: "Unas redondillas preciosas, modernas por la sensibilidad y clásicas por la medida llena de gracia infantil y doliente, de Rafael Alberti"; también especifica que los versos de Adriano del Valle  eran los de un "primoroso" romance: "Desde entonces tienen sangre / los jarros de Talavera".

Para Sassone la velada necrológica fue más bien una fiesta dionisíaca, "como los fúnebres banquetes latinos". Y de Joselito, al que tanto admiraba y conocía por ser su vecino en el piso superior de la calle Arrieta en Madrid, dejó escrito: El público asintió en que José Gómez Ortega fue el torero por antonomasia, tradición y devoción; por influjo de su estirpe y por impulso de su deseo; torero y sevillano por dentro y por fuera; en el campo y en el ruedo, en la vida y en el oficio; torero en la carne de su espíritu y en el indumento que se vestía en su carne; torero que unía la pujanza física y el conocimiento intelectivo, por recuerdo inconsciente y por sueño alucinado; que era la inteligencia que prepara y dispone y la destreza que ejecuta y que cumple y que en época de casualidades y de destellos pasajeros fue el acierto constante, el dominio y la gracia, seguridad y el ritmo y era más que el milagro, porque era la sabiduría.

Ignacio Sánchez Mejías, que quería a toda costa mantener viva la memoria de Joselito, encargó a su amigo Rafael Alberti unos versos en honor de su cuñado. Las circunstancias  de su escritura las relató el portuense en dos ocasiones: en Imagen primera de..., y en La arboleda perdida. Cuenta allí cómo Ignacio lo había encerrado desde por la mañana en la habitación de un hotel de la Plaza de la Magdalena y no lo dejaría salir hasta que no tuviese terminado el poema. A las pocas horas, dada la facilidad del poeta para ese tipo de composiciones, recuperaba triunfante su libertad con los versos en la mano,  Joselito en su gloria:  Llora, Giraldilla mora, / lágrimas en tu pañuelo.  / Mira cómo sube al cielo / La gracia toreadora.

Alberti rememoró aquella importante velada en La arboleda perdida, pero con la distancia de los más de veinte años que habían transcurrido, y sobre todo con una distanciadora superioridad que no lo hace especialmente sociable. El variado público queda sometido a un reduccionismo algo despreciativo, y el bueno de Sassone no es correspondido en su generosidad. El fragmento es éste: "Unas horas  más tarde recuperaba yo mi libertad, leyéndole a Ignacio Joselito en su gloria, cuartetas muy sencillas que repetí en la fiesta, entre los oles y las ovaciones de un frenético público compuesto de gitanos y gentes de la torería devotas del espada. Un señor cursi, de monóculo, intervino a mi lado con floripondesco discurso. Era Felipe Sassone, mediocre remedador del más tonto teatro benaventino".

La línea malaje del poeta le sale a flote una vez más en estas memorias, pero no es eso lo que me interesa resaltar, sino el lógico entusiasmo con que fueron recibidos esos versos, de tan depurado neopopularismo, que tanto se prestaban a ello. Alberti había llegado a su primera madurez poética. Su afición a los toros le venía, como a tantos andaluces, de la infancia, y no eran éstos los primeros versos que abordaban el tema taurino. En la misma Arboleda dejó unas preciosas  páginas de cuando se enteró en Madrid de la muerte de Joselito y vio a la multitud silenciosa y llorosa ante el desfile del cortejo fúnebre. Y hace a propósito de aquello una confesión que me parece muy esclarecedora: Aquella repentina desaparición del joven espada andaluz me dejó su camino: una estela enterrada que años más tarde me envolvió, plena, llevándome a condensar en unos versos toda la angustia, el relámpago trágico que no había podido decir entonces, en los días cargados de su gloriosa muerte.

Cuando contempló aquella escena, Alberti tenía entonces sólo diecisiete años; era, por tanto, todavía muy joven para poder decir poéticamente lo que sentía, y eso es extensivo a los demás miembros de su generación, lo que explica el relativo retraso de los del 27 en su aproximación a la figura de Joselito, y que éste, desaparecido tan prematuramente, no fuese en vida objeto de su culto. Pero pocos meses antes del homenaje gongorino, ellos ya habían alcanzado su madurez y eran dueños de la nueva expresión poética.  Las cuartetas de Alberti, presumiblemente escritas en unas horas, eran en realidad la cristalización de un largo proceso originado siete años antes.  Una serie de circunstancias había propiciado el acercamiento de los nuevos poetas a la tauromaquia: la labor de Cossío, la afición a la literatura de un torero de tan rica personalidad como Sánchez Mejías, y la conversión a poeta de un ganadero como Villalón, aparte de otros motivos ideológicos y estéticos de más compleja exposición.

 Algo más que una mera coincidencia fueron los dos homenajes que tuvo a Sevilla como escenario en  mayo y diciembre de 1927: el de José Gómez Ortega, quien se había alzado con el cetro de la monarquía taurina,  y el de don Luis de Góngora y Argote, indiscutible monarca del culteranismo, y el más taurino de nuestros poetas áureos. Uno llevaba ya siete años bajo tierra y el otro trescientos, pero uno y otro  fueron honrados en la misma ciudad y en el mismo año, y por algunos de los  mismos protagonistas.

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