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Por montera

Mariló Montero

La señora de la Feria

SU cuerpo marcaba las seis y diez. Los pies estaban clavados al suelo con la firmeza de las manoletinas de un torero hincado sobre el albero. La cadera estaba ya trabada en el grado angular de una monja quien vive al servicio del enfermo y la cabeza con la inclinación de aquel que se asoma desde un vertiginoso balcón por el cual se llega a vislumbrar la redondez de la Tierra. Así era su cuerpo que marcaba las seis y diez de la vida cuando su reloj biológico podría señalar las nueve y cuarto. Por su porte cualquier cálculo diría que aquella señora de la Feria de Sevilla que caminaba azarosa por el Real tendría que sobrepasar los noventa y tantos años. Pero por su lozanía indisimulada delataba que veía la vida a una distancia desde la que sólo ves lo que realmente importa.

Vestía de negro, el color bipolar del ausente de sí mismo que te obliga a un eterno recuerdo o del negro arrobador que te libera de las mismas ataduras. Delataba su picardía ante la vida el blanco de sus zapatos de flamenca y la flor del mismo color del cabello que ya no se tiñe por temor a ninguna edad. Blancos zapatos, blanco cabello, blanca flor, y un gran bastón por la derecha. Lidiaba con él con la maestría de un torero que se marca una Verónica con el reducido paño donde quedó impreso el rostro de Jesucristo. Ella, sola, irrumpió en medio de una fiesta que parece estar delimitada sólo a ciertas edades. Los bebés duermen en los carritos mientras el subconsciente copia los ritmos que bailarán en la adolescencia. Los adolescentes encuentran en el Real el lugar donde liberarse de sus años dirigidos por la paternidad con sus escapadas acotadas a lonas rayadas. Las parejas maduras dispensan su generosidad fraterna entre los amigos que los visitan y con quienes siempre renace el inalcanzable deseo de poder charlar con tranquilidad en medio de una centrifugadora que el próximo año deseas volver a activar. La tercera edad parece tener poca cabida en medio de ese maremágnum en el que juegas a la sillita, hablas con signos y no hay horarios para las pastillas.

A pesar de toda la catártica fiesta ella estaba en la Feria como una criatura de catorce años que sólo quiere calle. Desde de un magnífico coche de caballos, con la altura del techo del cielo que te permite ver desde la distancia las pequeñas cosas, la vi caminar lozana entre la multitud alborotada. Era una estampa formidable. Una gran señora que le hacía un desplante a la vida a la que puedes terminar sometida a sus antojos y limitaciones. Era la envidiable escena de una señora que retaba a todas las incomodidades de una fiesta alborotada. Ella, la señora de la Feria, tenía la sabiduría de haber aprendido a ser vieja desde joven para vivir la vejez como una chiquilla.

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