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Crítica 'El nombre'

La importancia de llamarse…

El nombre. Comedia, Francia, 2012, 109 min. Dirección y guión: Alexandre de La Patellière, Mathieu Delaporte. Intérpretes: Patrick Bruel, Valérie Benguigui, Charles Berling, Guillaume de Tonquedec, Judith El Zein, Françoise Fabian. Música: Jérôme Rebotier. Fotografía: David Ungaro.

De casta le viene al galgo. Alexandre de La Patellière, codirector y coautor con Mathieu Delaporte de esta película y de la obra teatral en la que se basa, es hijo de Denys de La Patellière, guionista y realizador artesanal de buenas películas negras (Retour de manivelle), semidocumentales (Porquoi Paris? o de inmensa popularidad en su época (Un taxi para Tobruk). Buena escuela de oficio. Su cómplice Mathieu Delaporte es igualmente dramaturgo, guionista y realizador.

La obra teatral El nombre se estrenó con gran éxito en 2010, alcanzando las 250 representaciones y obteniendo seis nominaciones a los premios Molière. Un año después sus autores la llevaron al cine. Se trata de una pièce bien faite (obra bien hecha), la obra de teatro que funciona como un mecanismo de relojería, la gran herencia de Eugène Scribe (1791-1861), el prolífico autor de inmenso éxito popular que sentó las bases del teatro comercial burgués que, a su vez, servirían de modelo a los guiones cinematográficos. De La Patellière y Delaporte se atienen a este modelo en su vertiente de situación cerrada en la que un acontecimiento banal desata una tormenta en la que se desvelan las verdaderas relaciones entre los personajes y éstos se dicen lo que piensan los unos de los otros. O quizás, no seamos pesimistas, la crisis daña las relaciones entre ellos, alterándolas, y no piensan lo que se dicen. Verdad y sinceridad son palabras ambiguas en el ámbito de las relaciones humanas, peligrosamente próximas a impertinencia y grosería.

El caso es que la elección del nombre de un futuro bebé, primer hijo de un matrimonio perfecto, convierte una amigable, divertida y feliz cena en una batalla campal -más bien verbal- entre quienes, al inicio de ella, se consideraban los mejores hermanos o amigos del mundo. El juego con el exceso, hasta el extremo de rozar lo inverosímil, está bien llevado. No es El ángel exterminador, ni pretende serlo aunque haya una crítica a tipos de la burguesía progre o liberal. Pero personalmente le agradezco ser lo que es sin pretender ser otra cosa, sin disfraces de Gran Teatro (pienso en Yazmina Reza y Un dios salvaje, hacia la que no siento esa admiración que tantos le profesan). Se agradece especialmente la extrema fidelidad al original teatral, salvo un prólogo ingenioso pero excesivamente deudor de Amelie. Lo que diferencia al teatro del cine no es insertar exteriores con calzador o inventarse escenas en otros escenarios, sino aportar lo que el teatro no tiene: montaje, juego de planos, primeros planos que permitan destacar otros matices en las interpretaciones. Y esto lo hacen con buen oficio.

Espléndido el cantante y actor Patrick Bruel (cosa de familia: el padre de Alexandre de la Patellière dirigió a Aznavour interpretándose a sí mismo) al frente de un muy buen y experimentado reparto -todos, menos uno, fueron los intérpretes de la versión teatral- que se permite el lujo de incluir a la siempre grande Françoise Fabian, la Maud con la que Trintignant se pasó una noche hablando del amor, de la vida y de Pascal.

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