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De libros

Honestidad radical

  • La publicación de la segunda entrega de la "trilogía de la rabia" completa el ciclo de fondo autobiográfico donde Bianciardi parodió la vida cultural italiana

Luciano Bianciardi (Grosseto, 1922-Milán, 1971).

Luciano Bianciardi (Grosseto, 1922-Milán, 1971).

Tras dar a conocer la tercera y en su momento más celebrada parte de la serie, La vida agria (1962), y asimismo la primera, El trabajo cultural (1957), Errata Naturae concluye la oportuna recuperación de la trilogía de Luciano Bianciardi con la publicación, de nuevo en traducción de Miguel Ros, de la novela intermedia, La integración (1960), protagonizada por el mismo alter ego del autor que dio voz al desencanto de una generación -de la parte de ella que no estaba seducida por la incipiente prosperidad de la posguerra o idiotizada por el sectarismo ideológico- a partir de su propia experiencia como profesional de todos, pues no hubo uno que no tocara, los oficios del libro. En favor de su leyenda juegan su muerte prematura, debida a una severa dipsomanía, y el fondo indomable de una personalidad inconformista, pero lo que verdaderamente define a Bianciardi no es el equívoco halo de perdedor sino su lucidez a prueba de recetarios, la maravillosa ligereza de su literatura y la radical honestidad con la que renunció a ejercer de escritor de éxito, que lo tuvo, incómodo con los requerimientos de la autopromoción e incapaz por temperamento de convertirse en una marca o de someterse a las servidumbres que otros, con más ambición que sentido del ridículo, aceptan encantados.

El narrador homónimo de La integración comienza evocando su ciudad de procedencia en una preciosa estampa de la apacible vida provinciana, enfrentada a los cambios que ha traído la modernidad -hay en Bianciardi una incurable nostalgia del tiempo viejo, de la niñez y la primera juventud perdidas- que pudo tener rasgos promisorios, pero revela su verdadero rostro cuando el protagonista se traslada con su hermano Marcello a Milán, donde ambos llevarán una existencia precaria como modestos empleados de la industria editorial. La ciudad lombarda, en plena transformación urbanística, era entonces y sigue siendo una de las capitales europeas del sector, cuyo funcionamiento actual tiene ya poco que ver con el de la época -por la reiterada y memorable frase de un compañero de Luciano, "la sangre corre por Budapest, e Irma me deja", podemos ubicar la acción a mediados de los cincuenta, en vísperas y después de la intervención soviética en Hungría- en la que transcurre el relato, pero la ácida descripción que hace Bianciardi es perfectamente aplicable, y no sólo en el ámbito de la edición, a muchos de los comportamientos y actitudes de nuestro mundo contemporáneo.

Las humildes pensiones y los tipos humanos que las habitan, como esa cantante "o bailarina" mantenida por el buen burgués que abona incluso los extras, los baños públicos en los que el usuario no puede demorarse, las casas de comidas donde se reúnen los oficinistas o el burdel al que acuden mirones expulsados sin miramientos, imprimen a la narración un aire neorrealista, pero la miseria convive ahora con los inicios de una aparente bonanza que sigue el modelo de la publicidad estadounidense -como en el resto de la trilogía, Bianciardi muestra una relación ambivalente con la cultura norteamericana, a la vez admirada y observada con desconfianza- y encadena a las clases medias a una forma de felicidad engañosa. Desde una cierta ingenuidad, entendida en el mejor de los sentidos, el narrador se muestra muy crítico con el señuelo que el capitalismo, en una época de expansión de la economía, ofrece a sus adoradores febriles, pero es en el retrato de los entresijos del métier y de la vida de oficina donde el talento de Bianciardi para la caricatura brilla a la altura de los maestros. La comicidad surge del contraste entre los elevados propósitos -de los organizadores, los "literatos" o los "señores directivos"- y la intrincada e inútil burocracia de los procedimientos, basados en toneladas de informes, copias o fichas manuales que no sirven para nada. Era aquel otro mundo, pero los vicios o los estereotipos se mantienen vigentes: el martirio de las reuniones innecesarias, la meticulosidad desquiciada de los especialistas, las discusiones inacabables sobre aspectos ínfimos, el recelo laboral hacia las trabajadoras en edad de procrear, el cinismo de los presuntos luchadores -que los ideales no arruinen la productividad- o la esforzada inactividad de personajes que transmiten la impresión de estar permanentemente atareados.

Pese a la etiqueta, no es exactamente rabia -o cabreo, como también se traduce- lo que desprende Bianciardi, pues su mirada incluso tierna, aunque igualmente impugnadora, no es virulenta como la de sus coetáneos los "jóvenes airados" y por otra parte, al contrario que ellos, el italiano siguió una línea más política y comprometida. El rasgo distintivo de Bianciardi, su singularidad y su genio, se aprecian en su capacidad para detectar la grandilocuencia -incluida la empleada, que no era ni es poca, por los afines de la izquierda-, en el recurso a la autoparodia y en la burla del intelectualismo, las nociones abstractas o la ampulosidad, inseparable del discurso con el que los gestores imaginativos castigan los oídos sensibles.

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