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La estructura fantasma

  • Snyder analiza la "reinvención de la mirada" que se produce en el siglo XVII gracias a los instrumentos ópticos que ayudaron a completar el conocimiento que Europa tenía de la realidad

La escritora, historiadora y filósofa Laura J. Snyder (Nueva York, 1964).

La escritora, historiadora y filósofa Laura J. Snyder (Nueva York, 1964).

En este ambicioso ensayo de Snyder se plantea una cuestión en apariencia simple: el modo en que los instrumentos ópticos del XVII ayudaron a completar el conocimiento que Europa tenía de la realidad (el telescopio, el microscopio, las numerosas lentes que ayudaron a paliar los defectos de una vista fatigada o frágil), y en consecuencia, el fortalecimiento de unas ciencias que alcanzarían su hora de mayor esplendor durante un periodo que, no en vano, aún se conoce como la Revolución científica. Nadie ignora que es en aquel momento cuando se perfeccionan y amplían unas cuestiones que han ido cristalizando en los tres últimos siglos, y que en el XVIII adoptarán la suntuosa arboladura ilustrada, con el estremecedor corolario de William Herschel, quien desde su observatorio de Bath postula un universo infinito (era su hermana quien le ayudaba a mover las poleas de un monstruoso telescopio en la fría noche insular), poblado por innumerables rebaños de galaxias.

Sin embargo, lo que sostiene Snyder en estas páginas es algo que, no por sabido, deja de suponer una complejidad cultural que la ensayista resume como "la reinvención de la mirada", aplicada tanto a la pintura de Vermeer como a la de su vecino el microscopista Antoni van Leeuwenhoek. Recordemos, a este respecto, lo que dicen Burke y Panofsky sobre el origen -sobre la posibilidad misma- del Renacimiento: hasta que el siglo XV no estuvo en disposición de ver lo que los nuevos hallazgos y conocimientos traían dentro de sí, el Renacimiento no fue sino una posibilidad entre otras. Esto significa que fue una determinada conjunción histórica, social y cultural la que crearía una nueva forma de observar el mundo; y a su vez, es este nuevo mundo el que exigirá o permitirá un diverso modo de percibir y analizar lo antiguo. Es la hora en que Brunelleschi, Piero della Francesca y Alberti habilitan el cálculo perspectivo; pero es también el tiempo de los navegantes y los cartógrafos, y es la hora mayor de la Historia, emergida de los vestigios de Roma. De esta novedosa forma de observación sobresaldrán dos categorías, en apariencia opuestas, que fundamentan cuanto dirá Snyder del siglo XVII: la pintura de paisaje y el retrato. Vale decir, el hombre fuertemente silueteado por su contorno, y el contorno como necesidad, como cubículo donde el hombre despliega su humanidad desnuda. Sólo cuando el Renacimiento haya dominado este despliegue perspectivo, tanto espacial como temporal, donde la aventura humana se desarrollará en el futuro; sólo cuando la erudición del XVI se haya diseminado sobre el siglo -también en la Alemania de Durero y en la Holanda de Vermeer- los futuros avances técnicos y filosóficos de Spinoza, de Galileo, de Renato Descartes, pero también el temblor infausto del Barroco, sustanciado en el teatro de Calderón, podrán llegar a una verdad opuesta, y no obstante continuadora, de cuanto se conquistó en el mediodía renacentista. ¿Cuál verdad es esta, que hubiera aterrorizado a un Petrarca o a un Eneas Silvio Piccolomini, el extraordinario Pío II? Aquella con que Calderón ha titulado su pieza más célebre: La vida es sueño; esto es, la verdad del mundo y su apariencia -en contra del saber perspectivo y la robusta fe del Quinientos- no se corresponden. Tanto los avances ópticos que recoge aquí Snyder, cuanto la pintura de Vermeer, ayudada de la "cámara oscura", no hacen sino revelar la divergencia entre el aspecto de la realidad y la realidad misma. Como nos recuerda Kemp en La ciencia del Arte, incluso Andrea del Sarto, el solemne Andrea "Senza errori", prescindía del cálculo perspectivo para darle mayor verosimilitud a sus lienzos. Ya en el XVIII, sería el propio Goethe quien diera fe de esta paradoja, según la cual el mundo se muestra más complejo, más "engañoso", cuanto mayor es nuestro conocimiento sobre él.

Lo que se recoge en este excelente libro es, pues, ese paso que va de la certidumbre renacentista al estupor y la maravilla barrocas. Ambas parten de una misma necesidad de precisión científica. Pero será el virtuosismo técnico del XVII, representado aquí por Vermeer y Leeuwenhoek, el que abra para siempre aquella sima vertiginosa que decía Descartes, y que tanto terror produjo en nuestro Torres Villarroel. Con lo cual, la formidable musculatura barroca de la ciencia trajo, a un tiempo, nuevos campos del saber y un desconocimiento aún más vasto: un desconocimiento que reducía nuestra visión a una fantasmagoría, y convertía en especular, en tentativa, en bruma, la memorable catedral alzada por Rafael, por Maquiavelo, por la sencilla geometría de Alberti.

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