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De libros

El juego de ser niño

  • Stevenson reunió en su primer libro de versos un conjunto de poemas infantiles que también pueden conmover a los adultos

  • Hiperión recupera esta obra, con traducción de Jesús Munárriz

Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850-Vailima, cerca de Apia, Samoa, 1894).

Robert Louis Stevenson (Edimburgo, 1850-Vailima, cerca de Apia, Samoa, 1894).

"La añoranza que sentimos por nuestra niñez no es del todo justificable, porque su abandono nos permite vivir sin temor al escarnio público", confiesa Robert Louis Stevenson (Edimburgo, Escocia, 1850-Vailima, Samoa, 1894) en su ensayo Juego de niños. Sin embargo, el niño que fue el autor de La isla del tesoro no murió nunca. Él no lo dejó morir. Permaneció vivo en muchos sus ensayos y novelas, también en su poesía, porque el escritor escocés nunca perdió su capacidad de sorpresa y su devoción por imaginar mundos lejanos en los que la aventura de vivir plenamente fuera posible. Él, que en sus propias palabras, no tuvo un día completo de verdadera salud en toda su vida, no se rindió nunca. La infancia fue para él un lugar al que siempre volver, un espacio para el deslumbramiento y el juego, pero también para el miedo y la soledad.

Jardín de versos para niños (A Child's Garden of Verses) fue su primer libro de versos. Lo publicó en 1885 y en él vuelve la cara con arrobo y con cautela hacia esa edad de oro llena de alegría, de fantasmas y temores. La edición que acaba de publicar Hiperión reproduce "a plana y renglón" la británica de 1896, maravillosamente ilustrada por Charles Robison. La traducción está a cargo de Jesús Munárriz, que consigue trasladar a nuestra lengua, con notable destreza, la musicalidad y la rima suave de estos poemas infantiles pensados para ser disfrutados igualmente por el lector adulto.

El niño que fue el autor de 'La isla del tesoro' no murió nunca: vivió en sus ensayos y novelas

Abre Stevenson este Jardín de versos para niños con un hermosísimo poema de agradecimiento "al ángel" de su infancia "tan dificultosa": su aya, que fue su "segunda madre" y su "primera esposa". Con estos versos nos adentramos en un espacio físico y emocional singular. El jardín se convierte en un territorio idealizado. El contacto con la naturaleza y los fenómenos naturales se transforma en experiencias de aprendizaje, en elementos cruciales para la vida. Las frondas y los árboles, el riachuelo y el estanque, las nubes que pasan mecidas por el viento, las flores, el sol y la luna son elementos propicios para la admiración y el divertimento, a la vez que trasuntos de las emociones de los pequeños moradores de un mundo por descubrir: "¿Eres un animal o una bestia feroz / o sólo eres un niño más fuerte que yo?" (El viento).

Se estructura el poemario en cuatro partes. En la primera de ellas, que no lleva título, se adivina una infancia imaginada, la mejor de las posibles: la de un niño libre que juega con otros niños como él, que trepa a los árboles y hace navegar barcos, "Muy lejos, río abajo, / a cien millas o más /" (¿A dónde van los barcos?), que se pierden en la distancia y que acaban encontrando otros niños. Así ocurre con estos poemas, que su autor echó a navegar para que otros niños, grandes o pequeños, los encontremos y nos sintamos de nuevo piratas o granjeros, soldados o buscadores de tesoros en países exóticos que, en ocasiones, están a la vuelta de un recodo del camino: "Ahí está la puerta del jardín vecino, / sus flores, sus árboles, ¡qué bien los distingo! / y un montón de sitios con muy buena pinta / que no había visto en toda mi vida" (Países lejanos).

Bajo el título El niño solo se reúnen en la segunda parte del libro los poemas más melancólicos. El protagonista de todos ellos es un niño sin compañeros, que juega con su imaginación, que se entretiene con libros ilustrados en los que admira "los mares y ciudades, las montañas y costas, / y los duendes huyendo, y las hadas volando" (Libros ilustrados en invierno). Tienen todos estos poemas la luz tamizada del interior de la casa, la pesadumbre de los días de invierno.

La luz irrumpe de nuevo en Días de jardín: ocho poemas que tienen un tono marcadamente lírico. Alza la voz en ellos un observador meticuloso de la naturaleza, capaz de disfrutar con las pequeñas cosas, que intenta descifrar el sentido del canto de los pájaros, del nombre de las flores o de la luz del sol que se esconde.

En Envíos, sección que cierra el libro, el autor adopta la perspectiva del adulto que recuerda, que se confiesa niño por un momento para recordar el pasado, pero que habla como hombre a otros niños lejanos en el tiempo a los que dedica versos de solemne naturalidad, de amable sabiduría, como ocurre en A cualquier lector o A un niño que se llama como yo. En un puñado de estas composiciones el autor hace referencia directa a las personas más queridas de su infancia, a sus primos, a su amiga Minnie o a su querida madre: "Lee tú también mis poemas, madre / por cariño a aquel tiempo inolvidable / y a lo mejor vuelves a oír, bajito, / por el pasillo aquellos piececitos" (A mi madre).

Jardín de versos para niñosofrece al lector la alentadora experiencia de disfrutar con una poesía sencilla y luminosa, nos devuelve el insolente desparpajo de la inocencia y nos reconforta con la fresca inteligencia de un autor capaz de devolvernos los claros días sin tiempo de la infancia.

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