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La luz y la tiniebla

Un lugar común del XVIII, luego usado por Larra y otros, nos habla de las Luces de la Ilustración, que iban roturando la tiniebla en su infinita labor educativa. Esta figura, en apariencia inocua, ofrece sin embargo un problema inadvertido. En efecto, la luz desplaza la sombra, pero sin eliminarla. Y por los mismos motivos, la sombra prestigiará la luz y su propagación sigilosa. Esta convivencia entre el saber y su reverso; o para ser más precisos, estos diversos aspectos del saber de una época, son los que se muestran de modo excepcional en esta obra del franciscano Diego de Landa, cuya Relación de las cosas del Yucatán sigue siendo, además de una obra exculpatoria, una de las principales fuentes de información sobre aquella América previa a la llegada de los españoles.

En su minuciosa Introducción, el arqueólogo Miguel Rivera Dorado recuerda, por un lado, que esta Relación de Landa tuvo su origen en una acusación contra el fraile y su actuación en auto de fe contra la idolatría de los indígenas. Por otra parte, Dorado nos señala que es esta atención a los idólatras, a sus rituales y cultos, la que habilita el conocimiento del fraile sobre aquella cultura, en trance de desaparición. Un tercer aspecto -y el que nos devuelve a la metáfora de la luz y las tinieblas-, es que fue precisamente Landa quien destruyó, al tiempo que los databa y los catalogaba, los dioses de aquellos hombres, hoy sumidos en la oscuridad de los siglos. A Landa le debemos, pues, la preservación y la ruina de una civilización, y ello en ese doble juego renacentista, que resume bien la arboladura completa de aquella hora del Quininentos. Con lo cual, el Landa erudito salva por un lado, lo que el Landa hombre de fe deplora y persigue por el otro. Y ambos con igual diligencia, ambos con igual escrúpulo. Ambos, quizá, con una misma fiebre ante lo oscuro.

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