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La melancolía y el vértigo

  • García Cárcel arroja luz a la denostada figura de Felipe II y señala cómo los propios españoles han perpetuado la Leyenda Negra en torno al país

Reproducción parcial del retrato de Felipe II que la italiana Sofonisba Anguissola pintó en el año 1565.

Reproducción parcial del retrato de Felipe II que la italiana Sofonisba Anguissola pintó en el año 1565.

El gran Erwin Panofsky, al final de Los primitivos flamencos, hace un retrato poco favorable de Felipe II, entre la psicopatía y el rigorismo, a cuenta de la misteriosa imaginería de El Bosco, cuya obra fue una de las favoritas del Habsburgo. Esto quiere decir que Panofsky, el hombre que desentrañó la personalidad y la obra del abate Suger y de Alberto Durero (el hombre que nos reveló, junto a Saxl y Klibansky, cuántas melancolías encierra la Melancolía), quizá no se mostró tan perspicaz a la hora de aproximarse a la pintura de El Bosco y uno de sus más prominentes admiradores. Pero esto quiere decir, principalmente, que mediado el siglo XX la consideración adversa de Felipe II, esto es, su Leyenda Negra, seguía gozando de una ancha e incontestada credibilidad, incluso entre especialistas de gran talla, y ello a pesar de obras como la de Bataillon, en las que el siglo XVI, y la política filipina, empezaban a considerarse de un modo menos arbitrario.

Ricardo García Cárcel titula este volumen con una expresión de Voltaire, El demonio del Sur, que es como el escritor francés apodó al hijo de Carlos V. Hay que decir, no obstante, que en este nombre hay un persistente aroma de época (y una huella indudable de su autor), por cuanto Voltaire no es sólo hijo de las Lumières dieciochescas, y de su razonada oposición a los excesos de la credulidad y la fe; sino que una parte fundamental de su obra -piensen en el Tratado de la tolerancia o en sus Cartas filosóficas-, está destinada a deslindar, como Beccaria en el ámbito de las leyes, la existencia civil del hecho religioso en la sociedad del siglo XVIII. En cualquier caso, el empeño de García Cárcel no es sólo el de hacer una historia de la Leyenda Negra, concepto que popularizó Julián Juderías en 1914, y que hace referencia, como es obvio, a una larga tradición, de la que Voltaire es sólo un tributario más, y que según García Cárcel tiene su origen remoto en la exitosa piratería catalana del siglo XIII. Una historia, por otra parte, que vendría personificada en la figura de Felipe II, y que abundaría en la intransigencia religiosa que desde entonces se le atribuyó, principalmente desde los países en los que triunfó la Protesta (recordemos, a este respecto, la obra de Weber y su estrecha vinculación de Protesta y capitalismo). Como digo, el empeño más sugestivo de García Cárcel, al aproximarse a la figura, todavía en brumas, de este príncipe renacentista que González de Amezúa retrató como reposado mecenas, amante de las flores, no es tanto el de desautorizar la Leyenda Negra proviniente del exterior, como el de señalar el origen netamente español de una parte, en absoluto menor, de ella.

A lo largo de los siglos se le atribuyó a España una rara incapacidad para el progreso

Si el ejercicio del poder conlleva, ineludiblemente, una carga de oposición y desprestigio, es lógico que Felipe II, que capitaneó el destino de Europa en un siglo fascinante y dramático como el XVI, fuera uno de los hombres más denostados de su época. De hecho, el pintoresquismo decimonónico no es sino una continuación por otros medios de aquella vieja fascinación que lo español ejerció en siglos anteriores. Una fascinación que llega, como sabemos, a la Guerra Civil (uno de los conflictos más glosados de la Historia), y cuyo alcance no puede deslindarse de la Leyenda Negra y de su persistente influjo (la España apasionada y bárbara de Beaumarchais, de Poe, de Morand, de Zamiatin, de cientos y cientos de artistas que encontraron aquí un último refugio de lo inasible, de lo fantástico y lo sublime).

Es, sin embargo, el éxito de la Leyenda Negra entre los españoles, y los perniciosos efectos de tal determinismo, lo que destaca más oportunamente esta obra. Para muchas generaciones de españoles, España ha sido la encarnación, no sólo de una suerte de fuerza demoníaca, sino el ejemplo de una rara incapacidad para el progreso. España sería entonces, en todos los sentidos, una fuerza implosiva que atraviesa la Historia sin comprenderla y que se desliza sobre la modernidad sin impregnarse de ella. Es de este aciago esencialismo, tan cercano al 98, del que urge desprenderse. O dicho en otros términos, urge dejar de ver a España y lo español como una pintoresca anomalía de la Historia.

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