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Una pragmática de la rebeldía

  • El próximo mes de noviembre se celebra el centenario del nacimiento de Albert Camus.

El próximo mes de noviembre se celebra el centenario del nacimiento de Albert Camus -no hace mucho, en 2010, se cumplieron los cincuenta años de su muerte- y es probable que las editoriales aprovechen para publicar títulos relacionados con el aniversario, pero lo cierto es que en España -país al que el escritor estuvo muy vinculado, por el origen menorquín de su madre y por su apoyo continuado a la causa republicana en el exilio- la obra de Camus está felizmente disponible desde hace años. Salvo excepciones, como ocurrió en el caso reciente de Céline, los escritores conmemorados suelen ser objeto de enfoques hagiográficos que se centran sólo en las virtudes, analizadas de forma acrítica o demasiado favorable, pero es difícil no caer en el entusiasmo a la hora de hablar de Camus. La figura del narrador, ensayista y dramaturgo, que al final de su vida estuvo permanentemente rodeada de polémica, se ha agigantado con el tiempo hasta representar el llamado compromiso en su versión más noble, coherente y desinteresada, por oposición a otros notorios intelectuales que ejercieron de implacables propagandistas y hoy purgan su falta de independencia o de coraje, su rigor sectario o la sumisión a proclamas grandilocuentes que resultaron ser baratijas.

Adelantándose al centenario, Alianza, la editorial que acogió las Obras completas de Camus al cuidado de José María Guelbenzu, ha publicado una espléndida edición de El extranjero en la conocida traducción de José Ángel Valente, ilustrada con numerosos dibujos -obra del argentino José Muñoz- que se alternan con el texto siguiendo una disposición bastante libre, con blancos entre párrafos y sangrados desiguales, cuyo efecto, reforzado por el gran formato, aumenta si cabe la contundencia del original, temprana, perturbadora e indudable obra maestra. Buena parte del teatro, las novelas o los ensayos del autor -las constantes reediciones son la mejor prueba de su vigencia- pueden adquirirse en las ediciones de bolsillo de la Biblioteca Camus, auspiciada por el mismo sello. Luego, sin contar las contribuciones académicas, disponemos de dos excelentes biografías: la ya clásica de Herbert R. Lottman (Taurus) y la posterior y más completa -por ejemplo en relación con la agitada vida amorosa de Camus- de Olivier Todd (Tusquets), entre otras aproximaciones de conjunto como la de Rosa de Diego (Síntesis) o el personal balance de Jean Daniel (Galaxia Gutenberg).

Sin salirse de la izquierda en la que militó toda su vida, Camus tuvo el valor de disentir cuando enfrentarse a la ortodoxia filocomunista conllevaba la exclusión y el descrédito. Es este perfil moral, que se proyecta en su obra pero fue más allá de la obra, lo que querríamos resaltar hoy, a la vista de un presente conflictivo en el que tanto la solidaridad de Camus con los desheredados, los miserables, los perseguidos, como su lucidez a prueba de consignas, se presentan como ejemplos de actuación frente a los recetarios trasnochados, los discursos autoindulgentes o la indiferencia paralizadora. Al margen de su contribución literaria, alejada de esa característica ampulosidad que en Francia ha sido a menudo sinónimo de excelencia, Camus encarna un modelo de comportamiento que desde la asunción de las propias contradicciones se propone actuar en todos los frentes. Pocos autores han descrito en términos tan precisos el vacío existencial, el sentimiento trágico de la vida o la imposibilidad de una dicha completa, pero Camus, que era sensible a la belleza y la celebró sin remordimientos, amaba demasiado el mundo para caer en el nihilismo. Por eso, como apunta Vargas Llosa, su pesimismo no es derrotista: "por el contrario, entraña un llamado a la acción, o, más precisamente, a la rebeldía", pues la conciencia del absurdo no invita a la resignación ni estimula el desistimiento, sino los deseos de libertad y la lucha sin tregua contra la injusticia.

En una sociedad marcada por la tragedia de la guerra y sus consecuencias, Camus abominó del terror cuando muchos lo justificaban por razones instrumentales, en Alemania o en Hiroshima, en España o en Argelia, en la URSS, Polonia o Hungría. Había alentado la resistencia contra la Ocupación, pero detestaba la violencia y la condenó sin ambages, ajeno a la seducción de las utopías totalitarias o las coartadas ideológicas de cualquier signo. Reivindicó el sentido de la medida de acuerdo con la tradición que él llamaba mediterránea, frente a las propuestas redentoras o maximalistas. Atento a las historias individuales, descreyó de la Historia con mayúsculas, de los ensueños abstractos, de las grandes construcciones que juzgaban el valor de la vida humana conforme a un patrón estadístico. A cada momento le pedían opinión y nunca, salvo parcialmente en la cuestión argelina, rehusó darla. Sabía quién era y de dónde venía, pero sus orígenes humildes no le inspiraban resentimiento. Era honesto, vulnerable y autocrítico, cometió errores y lo sabía, pues se juzgaba a sí mismo con un grado de exigencia impensable en otras celebridades. Los señoritos de la izquierda prosoviética lo tachaban de escritor burgués, pero fue siempre, como en la legendaria época de Combat, un resistente.

No esperaba ni creyó merecer el premio Nobel que en su opinión habría debido ganar Malraux. Dudaba del valor de su obra y acusó los durísimos ataques que recibía, en particular los provenientes de sus antiguos compañeros de viaje. Sartre y sus pedantescos secuaces, adictos a la deprimente escolástica marxista, hablaban con desdén de la falta de familiaridad de Camus con la filosofía académica, pero el autor de El hombre rebelde no fue un pensador de oficio. A propósito de la controversia suscitada por la aparición de este ensayo cimero y refiriéndose al núcleo sartreano agrupado en Les Temps Modernes, anotó en su diario: "Hay algo en ellos que aspira a la esclavitud". Hoy sabemos que tenía razón, aunque no hasta dónde habría llegado de no haber muerto en plena madurez. Frente al idealismo revolucionario, en definitiva, Camus apostó por una pragmática de la rebeldía. Mucho más que Sartre, acabó demostrando que el existencialismo sí era o podía llegar a ser un humanismo.

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