De libros

Las regiones del ensueño

  • Atalanta recupera los 'Cuentos de hadas' de MacDonald, una preciosa colección de relatos que devolvió el prestigio a un género devaluado.

Cuentos de hadas. George MacDonald. Traducción de Ana Becciú. Editorial Atalanta. Gerona, 2012. 240 páginas. 20 euros.

Es un autor mucho menos conocido que la mayoría de sus admiradores, entre los que estuvieron su gran amigo Lewis Carroll, Mark Twain o John Ruskin, también el poeta Auden y sobre todo el círculo de Tolkien y Lewis, que lo veneraba como a un maestro. El escocés George MacDonald escribió libros para niños y libros para adultos, pero en ambos casos lo hizo convencido de que sólo a través de la imaginación inconsciente era posible trabar contacto con otras realidades, donde no rigen los principios de la razón. Patrocinado en sus inicios por lady Byron, MacDonald fue llamado el "franciscano de Aberdeen" por otro de sus admiradores, el gran Chesterton, que aludía de este modo a su comunión con todos los seres de la naturaleza, dotados de alma como los humanos y también de cualidades morales. Disponíamos en castellano de algunos de sus relatos y novelas, pero no de una edición completa de estos Cuentos de hadas que han sido traducidos por Ana Becciú para Atalanta.

Cita el prologuista, Javier Martín Lalanda, la reescritura de los mitos griegos por el estadounidense Nathaniel Hawthorne -en su hermosísimo Libro de maravillas (Acantilado, 2012)- como parte de ese conglomerado de ficciones no deudoras del realismo que alimentaron la imaginación victoriana, que si con Dickens, Collins o Thackeray se propuso retratar los claroscuros de la sociedad decimonónica, con Barrie, Carroll o el propio MacDonald incurrió en los terrenos de la fantasía. En efecto, los mitos de la Antigüedad, junto a las leyendas medievales, las historias populares o el feliz hallazgo del nonsense, nutrieron ese luminoso repertorio que nos ha dejado criaturas inmortales como Alicia -fue MacDonald, cuyos hijos estaban fascinados por el personaje, quien animó al reverendo Dodgson a publicar sus Adventures-, Peter Pan o los deliciosos protagonistas de estos Cuentos de hadas.

El celebrado ensayo preliminar de MacDonald -La imaginación fantástica, publicado en 1893 como prefacio a The Light Princess and Other Fairy Tales y recuperado al frente de esta colección traducida por Ana Becciú- no es tan brillante como los de Lewis sobre el mismo tema (De este y otros mundos, Alba, 2004), pero contiene bellas ideas -"estropeamos infinidad de cosas preciosas por culpa de nuestra avidez intelectual"- y comparte o anuncia la consideración de la infancia como una edad visionaria que puede prolongarse de forma indefinida, dado que el niño que fuimos nunca muere del todo. "Cuando me hice hombre, abandoné las chiquilladas, incluido el temor a comportarme como un chiquillo y el deseo de ser muy mayor", afirmaría Lewis al modo chestertoniano. Más sobrio que su discípulo irlandés, MacDonald se limitó a declarar que no escribía "para los niños, sino para todos aquellos que son como niños, ya tengan cinco, cincuenta o setenta y cinco años". Esto es, que sólo una mirada inocente podía acceder a ese otro mundo del que Tolkien -como nos recuerda Martín Lalanda- escribiría otro ensayo clásico, On Fairy-Stories (1938).

"Las fuerzas más grandes residen en la región de lo inaprensible", escribe MacDonald, y en esa región, el territorio del ensueño, localiza el autor a los seres feéricos que protagonizan sus cuentos, donde hay princesas tan ligeras que desafían las leyes de la gravedad o niñas que crecen y menguan conforme a las fases de la luna. Devoto de las historias célticas asociadas al sustrato mítico de Gran Bretaña, MacDonald es un escritor de sensibilidad tardorromántica cuya obra retoma las inquietudes trascendentales o en ocasiones esotéricas de la tradición escocesa, y que a la vez se halla en sintonía con la nostalgia prerrafaelita de la Edad Media o el culto del simbolismo por las realidades paralelas. Se trata de una veta muy fecunda de la literatura inglesa que fructificó en autores como lord Dunsany o Arthur Machen, pero podría asimismo relacionarse con otros europeos, como Nerval, que confrontaron del mismo modo que MacDonald los mundos no estancos de la vigilia y el sueño.

Pero los relatos de MacDonald no son un mera "colección de cosas maravillosas y de ocurrencias" -por decirlo con palabras de Novalis, autor muy leído y citado por el escocés-, puesto que encierran, además de incontables prodigios, nobles aspiraciones ideales y sostienen, en la mejor tradición del cristianismo, una ética del bien, que se presenta asociada a los valores de la verdad y la belleza y en todo caso libre de propósitos adoctrinadores o enojosas moralejas. Los cuentos de hadas, como "una sonata o una tormenta avecinándose o una noche interminable", apelan a un orden ancestral que nos reconcilia con el latido de la naturaleza, con las verdades esenciales, con el corazón del mundo. Ahí los tenemos, por ventura, para descansar aunque sea por unas horas de la profunda miseria que nos rodea.

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